martes, marzo 20, 2007

El Samaritano

He ahi al buen hombre, el samaritano. Caminando temeroso y sin prisa delante mio. Uniformado en su pobre traje terracota de domingo. A la izquierda de su corbata amarilla, desde más abajo de uno de sus brazos sin fuerza para nada, pende una guitarra enfundada y cargada de canticos a Cristo el Rey.

Sonrie, puedo verlo. El mismo gesto que comparten todos quienes entonan con él sus glorias desafinadas y sus alabanzas repetidas. No hay duda dew que nadie toca como él esos do-re-mi-fa-sol con olor a iglesia y culpa. Sonríe.

Más bajo la mueca es visible el gusano, merodeando tras las órbitas de sus ojos, una comezón en la pierna, el sudor infecto que emana de sus manos. Es a él, al gusano, y no a su padre celestial, a quien dirige sus canciones, como si fueran conjuros para deshacerse de la aberración que siente hormiguear bajo esa ropa beatificamente planchada por su Sor Esposa. Como si entre el "cordero de dios" y el "santo-santo-santo", la bestia entrara en un trance espasmódico y dejase por fin de asediarlo por las noches en los incestos oniricos que al otro día prefiere no recordar. Y hasta se alcanza a sentir verdaderamente libre cuando esa gente que no le importa le estrecha una mano de plástico en el saludo de la paz.

jueves, marzo 15, 2007

"Qué sabes tú de cordillera . . .

1.
no sabe de luz quien no ha estado en la penumbra de sí mismo.
en el reverso, la obliteración, lo torcido y lo quebrado en sí mismo y abierto sobre sí.
conocer es desaprender. caminar hacia atrás. hacia abajo.


2.
ojo omnisciente y ciego que te sumerges en mí. pasos sordos que me conducen a tu noche por callejones sin ventanas ni veredas, laberintos sombríos abandonados por el mundo.

Descender las escaleras, tomar la llave y girarla despacio en la cerrradura. Tomar a dos manos el picaporte de hierro. La puerta gime y se abre como boca profunda y sin dientes. Respirar helado y descender gutural sobre sí mismo, sobre sus vertebras y sus dedos, inmersión congelada y lenta hasta los aticos y los respaldos de las sillas, las alfombras y sus huellas invisibles, tras las ventanas, bajo las raíces de los árboles y sobre los tejados del mundo.
Caído y entonces abierto en dos, sangrado sobre una simetría mórbida, sin centro ni forma.

En un desorden de gimoteos deformes y sordos que no son un lenguaje, los seres abisales entonan cantos tristes y lánguidos. Se comunican con orejas generosas y amables que son nimbus y estratos.

Secreto antiguo y perverso atesorado bajo todo el césped y el musgo del mundo.
Esparcido y derramado.
Luz negra que recuerda al sol.
Caer sobre sí desde sí, espiral como buitres incansables sobre el primer castigado.


3.
Y desde allí, emerger.
Párpado y pupila que se rinde a la mañana.
Descanso y cicatriz.



Emerger.

jueves, marzo 08, 2007

Saturno el Niño.

Saturno el niño jugaba en los pastizales verdes a pampa y chacai en una pradera perdida en una ciudad del pasado. Vociferando y corriendo sin pausa tras su hermano Matías el menor, con apenas cuatro años, uno menos que él. Corre tras él, con mirar no menos malicioso que inocente, ansioso e incansable hasta capturarlo por el cuello. Y en un sólo ademán son una masa inquieta en el suelo, bracitos blancuchos que se empujan a risotadas y manotazos improvisados y ligeros. Saturno el niño, sin siquiera pensarlo dos veces, se sube de un empellón sobre Matías el menor, y le hace comer con júbilo el pasto agusanado que hubiese tomado a manos llenas del césped pisoteado en esa loma que yace hoy bajo casas repetidas como lápidas y enrejados mal pintados.

La madre encolerizada castigó esa tarde por eso a Saturno el niño. Y tuvo él que contener sus pequeñas y dolidas lágrimas, para que sus primos no se rieran porque sólo ellos podían comer del kuchen de la abuela esa tarde.


Escenas Comunes.

Primer Acto.

Cuadro que irrumpe en niños que ríen corriendo apresurados unos tras de otros en una ronda involuntaria y breve sobre un espacio amplio y verde. Mano blanca y femenina que reposa sobre un prado hirsuto y amarillento. Circunferencia visible y anular en ella, delgada y con el nombre de un varón grabado en oro de 24 kilates. Sobre la mano y en continuidad, un brazo ligero y grácil. Lana de alpaca bordada en crema que se ciñe al cuerpo.
Primer plano de unos ojos castaños y atentos, luminosos, fijos en un punto desconocido y distante. Los niños. Unos sobre otros y risas, pies que trazan medios círculos en el aire, trenzas y cabellos cortos oscuros y erizados, zapatillas entierradas y pies descalzos.
Por sobre el montón de risotadas infantiles, atrás y al fondo, un bosque profundo y gallardo de cipreses. Escalonados unos tras otros en una colina escarpada. Silencio frágil y leve entre esos troncos vetustos. Cuadro cerrado sobre una corteza antigua y marcada en promesas de amores idos, grabados a cortaplumas en el tronco de 42 metros de altura, falange anular de una mano frondosa y múltiple que emerge de la tierra negra. Sobre la corteza, tránsito ordenado de hormigas diligentes y condicionadas por una fuente azucarada y frugal, destino secreto y remoto en algún lugar de su planeta ciprés.


Acto Segundo.

Silencio. Cuadro azul cruzado por blanco en trazos débiles y torpes. Cirruestratos que reposan sobre sí mismos, suspendidos como lámparas de algodón en la cuenca profunda. Pausa y luego escena que se desplaza. Cúmulos que ascienden en gesto contrario al cuadro, hasta capturar una línea imperfecta, recta y vertical hacia el marco inferior, rama y hojas en racimos desiguales y llenos. Extremidades vegetales y antiguas, en diagonales a partir de un eje que debe imaginarse bajo claroscuros inquietos y menudos. Incontables.
El cuadro retrocede y ya no es uno, sino tres y siete y tantos follajes que se imitan y se asedian entre sí en un mirar sin ojo, contínuo y sin pausa. Vigilia permanente, inmóvil y plural.
Manos de madera acariciadas con las yemas de una brisa gentil y fresca que se quiebra contra los nudos enmohecidos y deformes.
Y sobre una corteza cualquiera, una hormiga negligente no espera nada. Cuadro que se detiene en un plano estático y paciente. Y nada más ocurre mientras se va a negro en una pausa prolongada y cómplice.


Tercer Acto.

Agua y orilla. Laguna. Al costado izquierdo y a unos veinte metros, una familia reunida en segundo plano. Niños en torno a padres y tíos sentados que trazan una medialuna de espaldas al cuadro. Primer plano. Pantalones infantiles de cotelé, limpiados de pasto y tierra por mano cuidadosa, maternal y abierta. De fondo el sonido de agua sobre agua. Proyectada con vigor hacia el cielo y que estalla por sobre una arboleda pequeña y lejana. Imagen que desciende hasta la superficie especular, y una diagonal aletea rauda de derecha a izquierda en forma de paloma. Superficie que es agredida por miles de esferas diminutas y cristalinas en cámara lenta. Cinco segundos.

Orilla. Línea horizontal y de ladrillo y hierba ocupando el primer tercio de un cuadro sin movimiento propio. Reflejo indescifrable en verde oscuro cruzado por blanco y negro, que ocupa los otros dos tercios. Sombra generosa que se distribuye sobre una hierba profusa y conquistada por poblaciones de treboles dóciles y pisoteados. Agua sobre agua y sonido distante de una niña que protesta con alevosía. Réplica materna drástica e incontestable. Silencio. Dos segundos. Llanto que irrumpe sin mesura ni vergüenza, protesta reiterada que se balbucea en gimoteos angustiosos e ininterrumpidos. Primer plano de un pie pequeño que pisotea encolerizado un cesped que no tiene la culpa. Zapatito café y medias blancas rematadas en encajes. Flor rosada que se dibuja en cuero nuevo. Llanto y acercamiento sobre una mano masculina que se toma la cara en movimiento hastiado y breve que se desplaza hasta la cima de una cabeza engominada y brillante. Anular anillado en oro que se toma los cabellos en gesto contenido.
Voz masculina y paciente que intenta apaciguar en explicaciones pueriles y repetidas al zapato iracundo. Pie que cae al suelo. Y son entonces cuatro extremidades que golpean al piso rabiosa y descompasadamente. Voz pequeña que insiste sobre un deseo prohibido y cerrado como una puerta, que se otorga quince minutos más tarde bajo la forma de un cono invertido, grasiento y de vainilla.


Epílogo.

Tierra amarilla y polvorienta que ocupa un cuadro entero y próximo. Sombra impertinente que interrumpe en diagonal en la esquina superior derecha. Ademán débil. Cinco segundos.

Bastón. Gastado y de madera anaranjada, picado por el contacto árido y reiterado. Mano sobre el bastón. Sin anillar. Asida con fuerza y necesidad. Puño octagenario y débil. Comisuras consumidas entre los pliegues de trazos multiplicados y discontinuos. Piel manchada en tonos marrones. Dedos nudosos e hinchados. Brazo menudo que atraviesa horizontal parte del cuadro.

Agua que cae sobre agua. Todavía. Orilla, y tras de sí y hacia la izquierda, bosque, sombra y espera. Silencio y brisa que se toma todo su tiempo en un atardecer de aquellos. Sol que juega a esconderse sobre ramas y troncos hechos manos huesudas hacia el cielo.

Cabello cano y escaso en corta trenza que da la espalda al cuadro. Cataratas y ojos gastados, ojeras confundidas en zurcos ascendentes. Herencia de una figura materna que se recuerda en un llanto quedo y sin lágrimas. Mano que ya no aprieta el bastón. Sólo espera. Mirada fija sobre una superficie agredida por gotas cristalinas en una definición que esas pupilas ya no volverán a capturar. Destellos solares y claroscuros difusos. Imagenes que se niegan al cuadro, pero que conmueven a un mirar triste que ha vivido. Siete segundos-

Silencio sobrecogedor que diluye en negro un cuadro inmóvil sobre una figura pequeña, que fija su memoria en una superficie cualquiera. Silencio que cae sobre silencio. Espacios vacíos a no regresar.
Espera, soledad y silencio.