miércoles, junio 29, 2022

Isla de los Curas

 

De camino a casa, tomando el camino de la costa, me detengo frente a la Isla de los Curas en Chinquihue. La isla es pequeña, y si acaso, debe tener unos 200 metros en su extensión más ancha. No más que un puñado de tierra, coronado por una arboleda profusa, densa, ostensiblemente verde, sobre un manto de aguas claras.

Pero apenas miro la isla. Observo su reflejo fracturado, su forma desdibujada sobre una superficie rugosa y mansa. De no ser por el testimonio de su caricia intermitente sobre la orilla, casi podría decirse que no hay olas.
Una veintena de embarcaciones duerme bajo un cielo de media tarde. A medias nublado, a medias expuesto al frío que envuelve la soledad de una nostalgia queda y muda.
Observo ese reflejo, y recuerdo a mi padre, sus últimos días. También sus pies eran rugosos. Ya postrado, y habiendo abandonado la actividad de caminar sobre esta tierra, sus pies se acalambraban y dolían. En el mejor intento por aliviar su sufrimiento, masajeaba sus plantas, sus dedos, sus pantorrillas. Inexperto, pero no por ello menos afanoso, intentaba, como podía, transmitirle algo del calor de mis manos a unas piernas que vaya si habían caminado en esta vida.

Pero no todos los dolores pueden aliviarse con loción y masajes. No fui capaz de hacer nada cuando en una de esas noches de aquellas ultimas semanas, lloraba en silencio, tendido y mirando hacia algún sitio más allá del cielo raso. "Tengo pena" - balbuceó. Solo pude acariciar su frente, como lo hacía cuando por las noches, de niño, yo tenía miedo.

Una familia - matrimonio, abuela, niños - invade mi playa, interrumpe, profana mi contemplación melancólica del horizonte. Como si no hubieran mejores estaciones para caminar frente al mar. En su tránsito por la orilla, evaden a este personaje rapado de mirada perdida y manos en los bolsillos.

El tráfico de las gaviotas y de las olas jamás se detiene. Ojalá pudieran llevarse consigo esta carga. Mi padre se ha ido, pero esa tristeza se ha quedado.