jueves, abril 05, 2007

Retrato de una Feria de Antigüedades -


Artefactos que alguna vez fueron cosas. Objetos confusos y sin nombre. Distribuidos sobre manteles viejos. Maderos deteriorados en muebles de casas que ya no están para albergar a nadie. Espejos que retrataron lágrimas y rostros felices olvidados de verse a sí mismos.
Teléfonos desahuciados que nunca más habrán de llamar a nadie. Cable cortado que conduce a un silencio dolido bajo un auricular colgado. Frascos y botellas vacías en cristales verdosos y marinos.
Ángeles, relicarios y elefantes que ya ni invocan a la suerte. Cristo huérfano y descolorido en yeso que abre en vano sus brazos, esperando inútilmente estar de nuevo a la derecha de un padre que jamás volverá a ver. Picaportes en óxido que quieren abrir la tierra que los acoge y que será su morada un día.
Revistas que ilustran famas perdidas e insignificantes epopeyas, plasmadas en hojas amarillentas que ninguno osará revisar otra vez.

Ya no está la niña que un sábado por la tarde de una e´poca perdida encontró diversión y compañía en una muñeca plástica y sin ojos.

Observador.


La imagen de una hoja en blanco. Ocupando todo el cuadro, una hoja en blanco. Ese rectángulo y nada más, prolongándose en un silencio inmóvil y sin innovación alguna. De tal modo que el observador se ve obligado a no ver más que el pálido papel.
La imagen es nítida, y si se mira con cuidado, se aprecia un doblez ligero hacia la esquina inferior derecha. Visible apenas como un triángulo equilátero. La hoja no es perfecta, es solo una hoja cualquiera.

En su contemplación sostenida, el observador se inquieta. El observador está sentado tras una mesa de madera antigua, rojiza, exótica. Es un hombre de cuarenta y dos años, calvo y con una miopía compensada con éxito por unas gafas de lentes gruesos. Pupilas desproporcionadas y aún así pequeñas. Permanece absolutamente inmóvil y con los ojos fijos, en expresión inquieta, ansiosa. Tensión apretada en los labios y los dientes. Sus manos están perfectamente paralelas sobre la mesa, acorralando al papel en su rectangularidad insolente.

El observador está tomando un lápiz de tinta negra. Lo está tomando despacio, pero con decisión. El lápiz es un cuchillo. Con el lápiz traza una recta que cruza toda la hoja en diagonal ascendente. Una línea gruesa y firme. Sobre la esquina inferior izquierda, escribe tres palabras obscenas. Bajo ellas, la dedicatoria a un nombre y dos apellidos. Los dos apellidos son los suyos. El nombre es también masculino.

El lápiz no era un lápiz, sino un cuchillo. El trazo es un corte sobre su frente. El observador calvo y miope de unos cuarenta años de edad, corta su frente con algo que no es un lápiz, sino un cuchillo. El trazo sobre su carne mana sangre y escurre profusa hasta su mejilla izquierda. Los ojos del que observa no entran en pánico ni expresan perturbación alguna. Sus pupilas pequeñas miran de frente. Sus labios pronuncian un nombre y dos apellidos. Los dos apellidos son los suyos. El nombre es también masculino.

El papel sobre la mesa comienza a arder por sí sólo. Pero no todavía, sino que después de una espera breve. Lenta. Hasta ahora. Desde la esquina superior derecha, el papel se enciende. Ahora. Apenas una llama leve que pronto asedia al rectángulo completo. La hoja en combustión está en blanco y nada se ha trazado sobre ella. El papel inmaculado es pronto una figura retorcida y negra en bordes rojos rodeados en llama.

Detrás del fuego y sentado, el observador, como ignorante de las llamas delante suyo, no hace nada. Fijo en mirar la sombra y el vacío más allá de una puerta abierta frente a él. Silencio que se prolonga.

Sobre la mesa no hay ni nunca hubo nada. Nunca hubo el papel en llamas. Tan sólo una superficie rojiza de madera antigua, rojiza, exótica. Sólo esa imagen, la madera, sostenida por un tiempo exagerado. Sostenido tiempo exagerado.

Abajo, la pata izquierda más distante del que observa, arde en llamas. El suelo es un charco de agua. Se incendia y el observador insiste sobre el vacío con esa puerta abierta delante de sí. Toda la mesa es la que se incendia, un mueble en llamas inflamadas de cólera en una habitación roja. Dos manos paralelas sobre una mesa flameante y es cólera y el observador en una mueca de aullido negro pero no se escucha nada. Sus ojos también son llamas y su gesto es horrible. Sus manos paralelas sobre la mesa pero él no está en llamas. El suelo de la habitación roja es un charco de agua pero un mueble arde en azufre.

Y a un costado de la figura de fuego, hay una silla vacía y se escucha un alarido salido de las tripas de un hombre que no está en el cuadro. El aullido es desgarrador y expresa dolor y rabia. Sufrimiento soterrado que sin haber nadie en la habitación, incendia un mueble sobre un charco de agua y con muros carmesí en segundo plano, sostenido por impacientes segundos.

Y el cuadro completo - las llamas, la silla vacía y las murallas en rojo -, desaparece. A la cuenta de uno, dos, tres.