lunes, agosto 04, 2008


Hace mucho tiempo que no escribía en este espacio. Y a decir verdad, no estaba dentro de mis más próximos propósitos. Ciertamente, no es una prioridad en estos días el escribir algo. Pero ayer, buscando imágenes en internet, me tope con la imagen sobre estas palabras, un cuadro de Chet Zar cuyo nombre no recuerdo. Más aún, la encontré en un viejo blog en el que hace ya tiempo dejé de publicar algo. Y fue como estar frente a un espejo en el pasado, en lo que ya no es. Hablo de una distancia de no más de dos años, pero que constituyen una etapa decisiva en mi experiencia, un giro en mi forma de experimentar las cosas.

A los veinticuatro años sentí que mis proyectos habían fracaso, o quizá más bien que había fracasado porque no tenía un proyecto. Sumido en mi porfiado enmimismamiento, me sentía como un nudo solo y encerrado sobre sí, hundido en una nada y en un absurdo. El mundo era gris, y la gran máquina devoraba a los hombres y me estaba comiendo a mí también. No era ni tenía nada, ni una sola certeza acerca del mundo, desconfiado, desgarrado y abierto. Esa imagen de Chet Zar significa el cinismo ante esa lucidez.

Así eran las cosas que escribía. Aunque a decir verdad, mi desgracia no era tanta, ni las circunstancias eran tan dramáticas. Mis desgarros, entiendo ahora, eran desvaríos en torno a mi ombligo...

Me es difícil definir en que modo he cambiado. Cuando menos mis contradicciones son otras, pues esa falta de certeza antigua ha sido transformada por una fe en el misterio, una fe que no es fervor hacia una doctrina o aún a una idea (y menos aún tiene que ver con una ritualidad ni con alguna representación concreta como objeto de fe). Es, más bien, reconocer que juzgaba las cosas desde determinados prismas, que aprehendía el mundo con ciertas categorías que no son más que una proyección de mí mismo. Dios no existe en la medida que es una representación de nuestra subjetividad. Dios, sobre todo bajo la forma de una inteligencia antropomorfa, que experimenta cólera y que tiene preferencias subjetivas (como estimar cierto tipo de conductas y repudiar otras), un ser castigador o generoso según el modo en que nos conduzcamos con él, no es más que la proyección de las carencias y expectativas humanas.
Pero hay un misterio en la existencia de las cosas. No sólo una ecuación final o una estructura fundante. La estructura de la celúla, del átomo, de los organismos, de los procesos de interacción entre ellos, de la vida humana, son todos niveles de realidad todos los cuales, sin embargo, ocurren simultáneamente, ahora. Y no deja de ser asombroso que partiendo de pequeñas vibraciones de energía que hacen posible a la materia, hayan subjetividades concientes del mismo fenómeno que las produce (aunque a esa subjetividad nunca le quedará muy claro el cómo ocurre eso).

Mi mortalidad ya no me atemoriza, al menos no el dejar de vivir. A decir verdad, no creo en la muerte, al menos no en su representación convencional. Estimo que mi persona, mi subjetividad, morirá, pero no estoy seguro de que eso signifique dejar de existir. Pero acerca de todo ello, lo que tengo no son más que imágenes, ninguna de las cuales alcanza a ser representación suficiente de la certeza incomprensible que habla desde las profundidades de mi corazón.

A fin de cuentas, acerca de eso no se puede hablar. Salvo que lo inefable es -existe - soy.