domingo, agosto 31, 2008

Notas acerca de verdad, sentido y silencio

La verdad, como esa representación objetiva y final de las cosas, la comprensión totalizante de lo que es y cómo es, no existe. Desde luego, quizá nadie busque ese nivel de certeza, pero si representa el ideal inherente al concepto mismo de verdad, tal como lo hemos comprendido en general en occidente. Sólo a partir de las últimas décadas del siglo XX se ha dado lugar a la noción de que en verdad la máxima verdad a ser encontrada es la que pueda ser lograda por el diálogo. Pero esta comprensión analítica de la verdad conduce, desde un punto de vista moral, a un callejón sin salida.
Wittgenstein tenia azón al plantear que la pregunta moral es una pregunta por el sentido de la vida. Pues la moral necesita partir de la certeza.

Verdad es un concepto que crea nuestra subjetividad para poder constatar sus representaciones. Pues lo que finalmente necesito no es que un determinado objeto tenga o no ciertas características formales, sino que sencillamente experimentar certeza, tener la sensación de certidumbre. En otras palabras, la verdad es un estado psicológico, que para cada uno se produce a partir de sus distintas experiencias.

Nuestro punto no es una teoría de la verdad. Se trata de señalar, sencillamente, que lo que se exige como verdad objetiva y final no es jamás posible.
Quiza se pueda en..., pero (asuntos de sentido)... no se puede. No es posible decir que sea la realidad. Que es el hombre. Cual es el sentido que debe dar a su existencia.


Y por lo tanto, decir "verdad" es un acto de violencia. Es un acto de poder. Soy un acto de poder al decir esto.
El silencio. No decir.


El gran error de occidente ha sido medir al conocimiento y a la moral con la misma vara. El conocimiento precisa de una validación objetiva de sus conceptos, lo cual exige que la descripción de lo que es ha de hacerse desde criterios externos a nuestra subjetividad concreta.

Pero al experiencia moral (que no se reduce a las ideas y que por ende no puede ser abordada exclusivamente desde tal ámbito), es ante todo, una experiencia subjetiva. Y por lo tanto, cuando esa subjetividad se pregunta por el sentido de la vida, no puede más que ofrecer respuestas cuya única justificación posible es su propia experiencia. Desde luego, se puede intentar ofrecer como respuesta a aquellas verdades que se hayan logrado en el campo del conocimiento, pero siendo el entendimiendo personal tan siempre limitado y contingente, la reconstrucción que se haga a partir de su compilación personal de verdades particulares será siempre subjetiva y personal. Desde luego, en éste ámbito, quien insista en las verdades de su especialidad, seguirá creyendo que las verdades objetivas del ámbito del conocimiento pueden trasladarse al plano moral.

La experiencia moral es siempre subjetiva, y por lo tanto, dicha variable no puede ser eliminada de la ecuación. El error de Kant es usar los criterios de una razón universal y trascendente a razonamientos que tienen que ver nuestra forma concreta de experimentar nuestra existencia. Las preguntas por el bien y el mal son preguntas que quieren saber qué debo hacer en mis decisiones, qué acciones debo valorar, qué elecciones serán las que deba preferir.

Desde luego, dirá un kantiano, la pregunta no es por el qué, sino que por el cómo. Se trata, a fin de cuentas, de un razonamiento, por lo cual la conclusión correcta será aquella que respete la estructura formal de la operación. Y el cómo se reduce al imperativo categórico, juzgar de manera universal.

De por sí, ello despoja al razonamiento de todo contenido particular. Pero es el contenido particular el que da sentido a la respuesta. De lo que se trata, a fin de cuentas, es de que lo que yo haga me proporcione la certeza de que dicha acción era correcta (experiencia psicológica de la verdad que en este caso Kant hace depender de un razonamiento), lo cual siempre será una experiencia personal.

Si aplico la fórmula: ¿estaría yo dispuesto a sostener la máxima de mi acción como ley moral?, es decir, intentando universalizar el principio particular de mi acción, la respuesta a dicha formula no se reduce a un automático sí o no (que haría satisfactorio al razonamiento, y por ende, permitiría zanjar qué es lo que se debe o no en cada caso). Si quiero responderme a esa pregunta, debo juzgar primero aquello acerca de lo cual debo decidir. Y aquello acerca de lo cual debo decidir dependerá siempre de mis representaciones personales, de mis experiencias y expectativas, así como de los elementos de la situación misma. Y dado que mi juicio será subjetivo, el criterio que utilizaré para responder a la pregunta acerca de si debo universalizar o no mi máxima será también subjetivo. Mi universalización será siempre una proyección de mi representación del mundo, mis ideas acerca de lo que debe ser la vida, etc.

Por lo tanto, cualquier validez objetiva que se quiera para un asunto moral será siempre aparente. Dicha verdad, acerca del bien y el mal, o qué sea lo que se debe y qué no, no existe.

Por lo tanto, si hay un razonamiento posible, es sólo negativo. No puedo universalizar mis máximas, nunca, y por lo tanto, nada me autoriza a sostener mi verdad por sobre la del otro. La verdad moral se reduce al silencio.

Pero el silencio no debe conducir necesariamente al quietismo o la pasividad. En verdad, recordando que la vida humana, aquello que existe fuera de los libros de filosofía, nunca deja de ocurrir y el hombre nunca deja de hacer. El punto es el modo en que lleva a cabo ese hacer, si bajo la arrogancia de creer que se tiene la razón, imponiendo mis modos particulares de ver las cosas por sobre las de los demás, o siendo tolerante, comprensivo, pero también esceptico.
En el fondo, el modo en que debemos vivir es aquel que ya desde antiguo se ha sostenido, prudencia, moderación, sólo que en algún momento se comenzó a creer que estas máximas debían ser justificadas, justificación que no es posible.

Lo que pretende Habermas es también un razonamiento moral que parte de procedimiento mismo, sólo que en este caso sería dialógico. Pero aún en el intento de llegar a una verdad que sea el resultado de unas reglas metodológicas del acto comunicativo, y aún cuando se intente negociar o llegar a un consenso, lo que prevalecerá será que cada uno defiende lo que cree como verdad, y por lo tanto, se trata de una disputa en otros términos más formales. Importan aquí los caminos por los cuales se quiere llegar a la certeza moral, el modo en que ese diálogo se haya llevado a cabo, independientemente del contenido.

El punto de la discordia está en que cada uno cree que tiene la razón. Y nadie la tiene. El problema es el contenido del razonamiento moral.

sábado, agosto 16, 2008

Aves al Amanecer

Se irán los momentos
todos
volarán con las aves que viste partir hacia un atardecer a no regresar

Se irán
y en lo sucesivo no volverás tú mismo a recordarte
- tus propósitos olvidados
tus metas incumplidas -
porque en tu memoria te mentirás a tí mismo
sugún tu necesidad y tu circunstancia

y el pasado será una mueca y unos ojos vacíos
que ya no reflejan el fulgor que te cambió un amanecer.


[borrador escrito el 05 de diciembre del 2007]


Tómese como un mensaje desde el pasado que intento no olvidar...

lunes, agosto 04, 2008


Hace mucho tiempo que no escribía en este espacio. Y a decir verdad, no estaba dentro de mis más próximos propósitos. Ciertamente, no es una prioridad en estos días el escribir algo. Pero ayer, buscando imágenes en internet, me tope con la imagen sobre estas palabras, un cuadro de Chet Zar cuyo nombre no recuerdo. Más aún, la encontré en un viejo blog en el que hace ya tiempo dejé de publicar algo. Y fue como estar frente a un espejo en el pasado, en lo que ya no es. Hablo de una distancia de no más de dos años, pero que constituyen una etapa decisiva en mi experiencia, un giro en mi forma de experimentar las cosas.

A los veinticuatro años sentí que mis proyectos habían fracaso, o quizá más bien que había fracasado porque no tenía un proyecto. Sumido en mi porfiado enmimismamiento, me sentía como un nudo solo y encerrado sobre sí, hundido en una nada y en un absurdo. El mundo era gris, y la gran máquina devoraba a los hombres y me estaba comiendo a mí también. No era ni tenía nada, ni una sola certeza acerca del mundo, desconfiado, desgarrado y abierto. Esa imagen de Chet Zar significa el cinismo ante esa lucidez.

Así eran las cosas que escribía. Aunque a decir verdad, mi desgracia no era tanta, ni las circunstancias eran tan dramáticas. Mis desgarros, entiendo ahora, eran desvaríos en torno a mi ombligo...

Me es difícil definir en que modo he cambiado. Cuando menos mis contradicciones son otras, pues esa falta de certeza antigua ha sido transformada por una fe en el misterio, una fe que no es fervor hacia una doctrina o aún a una idea (y menos aún tiene que ver con una ritualidad ni con alguna representación concreta como objeto de fe). Es, más bien, reconocer que juzgaba las cosas desde determinados prismas, que aprehendía el mundo con ciertas categorías que no son más que una proyección de mí mismo. Dios no existe en la medida que es una representación de nuestra subjetividad. Dios, sobre todo bajo la forma de una inteligencia antropomorfa, que experimenta cólera y que tiene preferencias subjetivas (como estimar cierto tipo de conductas y repudiar otras), un ser castigador o generoso según el modo en que nos conduzcamos con él, no es más que la proyección de las carencias y expectativas humanas.
Pero hay un misterio en la existencia de las cosas. No sólo una ecuación final o una estructura fundante. La estructura de la celúla, del átomo, de los organismos, de los procesos de interacción entre ellos, de la vida humana, son todos niveles de realidad todos los cuales, sin embargo, ocurren simultáneamente, ahora. Y no deja de ser asombroso que partiendo de pequeñas vibraciones de energía que hacen posible a la materia, hayan subjetividades concientes del mismo fenómeno que las produce (aunque a esa subjetividad nunca le quedará muy claro el cómo ocurre eso).

Mi mortalidad ya no me atemoriza, al menos no el dejar de vivir. A decir verdad, no creo en la muerte, al menos no en su representación convencional. Estimo que mi persona, mi subjetividad, morirá, pero no estoy seguro de que eso signifique dejar de existir. Pero acerca de todo ello, lo que tengo no son más que imágenes, ninguna de las cuales alcanza a ser representación suficiente de la certeza incomprensible que habla desde las profundidades de mi corazón.

A fin de cuentas, acerca de eso no se puede hablar. Salvo que lo inefable es -existe - soy.