La muerte y
el diablo.
Los mismos hábitos, la misma rutina. Un celular
suena dos, tres veces hasta que logra sacudirme para iniciar un día, como
otros. No hay nada inesperado de camino al trabajo. Confío, me entrego a
sostener con firmeza el volante, y manejar esos 15 kilometros a 140 por hora. El
atochamiento de siempre, los atajos para llegar un minuto más temprano. El agrio
saludo a esos primeros colegas que uno se encuentra por la mañana. Su conversación
sobre los goles de la fecha, las esperanzas del equipo favorito en camino a su
coronación, no me estimula. Reviso algunos exámenes, sin colocar en ello
demasiada mente, en la espera de que entren por la puerta algunos rostros
familiares. Los chistes estúpidos, la simpatía sincera, la complicidad en un
arrastrar la piedra común de subida a una colina interminable. A la rutina de
vuelta, a la repetición de los mantras, a dispensar las maneras apropiadas. La misma
historia por tantos años.
Y así hasta el regreso a la casa, a las
secuencias invariables, el afecto en sus dosis cotidianas, en sus pautas
aprendidas, en su modalidad repetida.
Así que invoco al diablo. Para que incendie las
praderas, para que consuma los cimientos, para que devore mis ansias. Invoco al
demonio del deseo, una víbora incandescente, su mordida un bocado siempre nuevo
y vivo. Su sangre ancestral, su torcido torrente, su fluir antiguo, su sal hija
de la fricción de la roca contra el océano.
¿A dónde me lleva este apetito infame?