sábado, noviembre 07, 2009

memoria de un rito



Aquella noche, las palabras del anciano en medio del bosque habían sido: "estás aquí, existes". Sostenía un espejo, y sólo brillaba una hoguera en la ausencia de la luna. Medio día de un errar descalzo sin sendero entre los árboles, para llegar hasta su centro y escuchar esas palabras, mirándose a los ojos, cansado, frágil y asustado en un cristal empañado. Todas las calles del mundo y todas las palabras pronunciadas quieren llegar hasta el lugar. Los primeros pasos de los niños y el transitar atareado de los oficinistas caminan en ese sentido, hasta que lo pierden y se pierden en su periferia perpetua. Y sin embargo, el viejo había sabido guiarlo sin hesitar hasta el claro. Sin método y sin un plano, había encontrado el último lugar sagrado del mundo, en el que el inefable todavía habitaba. No hay brújula que conduzca a expedición alguna hasta ese templo, porque sencillamente ya no existe.

Recuerda la tierra entre sus dedos sin zapatos, y sabe que hubieron grillos y aves misteriosas durante la madrugada. De vez en cuando, mientras se sumergía en su centro, el abuelo entonaba canciones incompletas que hablaban de cosas simples. Alguna hablaba de niños que iban temprano por la mañana camino de la escuela. Otros versos eran extraños: "del fondo de un caracol, una culebra saldrá" - y luego la serpiente salía a comer los campos de las tierras del más allá.

Con el alba, el tiempo cumplió con su ritual, y sin embargo, era nuevo. El fulgor de la luz fue recibido como el primero, y entre lágrimas vio a la enredadera abrazarse a un cerezo, la vida en ellos una sola. Con los rayos del sol, salió a correr y comió del fruto dulce de los árboles del huerto. Todo fue simple, y las complicaciones de los hombres se mostraron absurdas. Una corbata no era más ridícula que rezar todos los días, y hasta los valores más nobles eran un chiste. Tal era su alegría, que apenas escuchó cuando el viejo le decía que no podría conservar este momento, pero que podía chapotear en el río. Así que se sacó lo que quedaba de su traje, y se sumergió en las aguas más frescas que han habido en el mundo.


Sonríe cuando evoca esos días. Pero la sonrisa es agridulce: ahora, desde la distancia, sólo recuerda imágenes, escenas y símbolos que no entiende. Ningún esfuerzo de la memoria puede hacerle sentir la emoción sobrecogedora y total con la que se arrojó de cabeza en el río, la lucidez imposible, la claridad plena que sólo en esos días sintió. La palabra era "ahora", y de algún modo, sabía que en ella había un secreto y una llave. Que lo que le angustiaba en el presente, en su estéril afán por evocar lo incomprensible desde una ventana que miraba al atardecer, se resolvería cuando descubriera de nuevo ese secreto.

Además de un recordar inútil, sólo saca en limpio algunas conclusiones pueriles. Como que ser una persona exige comprometerse con expectativas, memorias e ideas, así como la preferencia injustificada por una clase cualquiera de costumbres, y desde allí, el derecho inalienable de ser el individuo que se desee ser. "En ello descansa la libertad"- se dice, y el intelectual se cruza de brazos satisfecho cuando llega a esa conclusión.
"Pero hay algo distinto de ser una persona. El problema es que seguir ese camino, si no lleva a la contemplación crística, conduce a los institutos psiquiátricos".


Pero entonces, ¿qué es lo que trata de recordar?
Es inútil. Es como un jarrón roto, del que sólo queda mirar sus piezas e imaginarse como iban juntas. Y es curioso, porque durante la jornada del asombro, el viejo también había dicho "rómpete a tí mismo como un espejo". Y entonces su ser se había fracturado por completo, como si el martillo contra el cristal lo liberara de su envase, mariposa que vuela más allá de su crisálida.

Pero recuperar esa frase no reúne las piezas. Se mira las manos. sabiendo que la materia de sus dedos continúa en los átomos más allá de ellos, pero eso ya nada significa para él. Así, después de algunos años, prefiere no perderse en semejantes soliloquios, como quien evita ingresar a un laberinto sin centro.

Por las noches, a veces, sueña todavía con la voz del viejo diciéndole que el secreto está entre los árboles, o con raíces antiguas que descienden por las escaleras de su casa. Pero cuando despierta ya no quiere saber a donde llevaban.


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