Permitir, buscar, desarrollar una dimensión espiritual: ¿una perspectiva razonable? En un mundo plural y complejo, la multiplicidad de perspectivas es la norma. Las contradicciones políticas, culturales, humanas, son lo suficientemente radicales y dinámicas como para que nadie logre entender realmente qué es lo que está ocurriendo. Desde nuestra modesta orilla, observamos un mundo fracturado y en crisis, asediado por la industria de un deseo voraz, amenazado por la negligencia misma de los hombres que tripulan la gran máquina. Aquí y en todas partes percibimos los efectos de un habitar desordenado y sin proporción, desperdigado cada cual en sus apetitos, en sus costumbres y en su particular forma de ver el mundo. En el horizonte crepuscular, vemos arder las hogueras encendidas por las desmesuras del presente.
¿Qué hacer? No puedo dejar de sentir que soy yo quien está encendiendo esa hoguera, y creo que yo debería dejar de hacerlo. Pero no alcanzo a saber si estoy o no en lo cierto. Mi perspectiva es mi mundo, y mis valores son mi espejo. Intento razonar como si al hacerlo, no fuese yo quien lo piensa. Pero cuando lo intento, me veo confirmándome a mí mismo.
Y sin embargo me pregunto, ¿soy yo quien se imagina este problema?
Intento ser escéptico acerca de lo que pienso – no he de darme la razón tan fácilmente. Me digo: pierdes el tiempo, nada se está perdiendo realmente, ocúpate de otros problemas. ¿Acaso pueden tus acciones cambiar el rumbo inexorable de lo que no está en tus manos?
Después de todo, ¿qué es la filosofía? Generar ideas, respaldarlas en argumentos, exhibir o demostrar sus fundamentos, criticar sus contradicciones e inconsistencias. Así, deberíamos primero ocuparnos de definir quién es el sujeto que está presuntamente en crisis. Qué sistema de valores, qué modelo de sociedad, qué estructura política, qué trasfondo epistémico es el que está en crisis. Cuál es la crisis de la que hablamos, o qué es, en todo caso, una crisis. Articular esos conceptos con la diversidad de hechos, de conflictos sociales, de manifestaciones culturales, de la repartición de atribuciones y derechos, de la legitimación de unos discursos, de la exclusión de otros tantos. Y cuando hayamos definido todo esto con el rigor máximo, estudiaremos sus proyecciones, su vínculo con el legado de la historia del pensamiento, multiplicando la nación de las ideas como la fractal que se perpetúa a sí misma. Y después de tanto, habré olvidado de lo que me estaba ocupando.
Esto es hacer filosofía... (?)
Y sin embargo me pregunto, ¿qué importancia tiene todo esto? Desde la menesterosa perspectiva a la que me encuentro atado, se me hace inconcebible ocuparme de nada que no tenga verdadera importancia. Qué valor puede tener poblar el mundo de las ideas si no me ocupo de lo que ocurre. Lo que está ocurriendo ahora es la edición del periódico de mañana. En primera página, se publicará la muerte de un ciudadano local por obra u omisión de otro ser humano cualquiera. Se publicarán los entretelones de nuestras figuras de la televisión, las declaraciones de ediles y diputados, nuevas medidas de gobiernos que favorecen o no a la gente (depende de qué y de quiénes se trate). Y así también, serán muchas las noticias que no serán jamás publicadas: los efectos siempre locales del sistema que nos alimenta, las voces no legitimadas, las ideas políticamente incorrectas.
Como siempre, las caras del quiliágono son demasiadas como para ser concebidas y encerradas en un triste silogismo. ¿De qué lado de las ideas debemos estar, qué es importante y qué debemos hacer? Y mientras lo pensamos, el instante se ha diluido entre nuestros dedos. Nos hemos olvidado de la pregunta acerca de quiénes somos, porque perderíamos demasiado tiempo (una vida) en resolverla. Hemos preferido el compromiso con una imagen que no sabemos si es verdadera, pero que mantenemos consistente con lo que decidimos y con lo que hacemos persistir a fuerza de costumbres.
¿Es esto hacer filosofía? Alguna vez, afirmó Kant que las interrogantes fundamentales de la filosofía eran qué debo hacer, qué puedo conocer y qué puedo esperar. Pero ya a nadie le importan esas preguntas. La comprensión de lo que somos, de lo que podemos pensar, de lo que podemos decir y de lo que podemos hacer, se ha vuelto tan complicada, que perdemos las horas entre las líneas de esos razonamientos. Y mientras lo pensamos y nos decidimos por las ideas más granadas, anudamos nuestras acciones minúsculas y nuestros proyectos cotidianos a unos cuantos principios, y los enmarcamos en unos criterios razonables, sin olvidar, por supuesto, mantenernos al compás de las circunstancias. Puede ser o no que cambiemos el esquema más adelante, aunque para qué engañarse, puede ser que sólo terminemos por confirmar aquellas convicciones que una vez nos dijimos eran sólo provisionales.
Dejo de pensar en todo esto por un instante y miro por mi ventana. Garabateo estas palabras mientras un bus me traslada hasta mi casa, muchos kilómetros al sur de donde hace tan sólo una hora estuve hoy. Miro por la ventana y una sucesión de escenarios distintos desfilan sin pausa. Allí está la variedad de la vida del hombre, y más allá de los confines del pequeño asentamiento que es la vida de cada uno, la frugalidad de otras tantas formas que son silencio y vida – siempre, ante todo, vida. Desde esta ventana, todo parece repetido. Cada cinco kilómetros hay un paradero de buses, y a través de las cortinas dispares, en todas las casas los televisores sintonizan la programación de la noche. Aquí y allá, los peatones recorren todavía a estas horas las calles que seguramente transitan todos los días. ¿Qué es lo que hacen esas personas? Reconozco, ante todo, que siempre, algo nuevo. Las palabras que un hombre cualquiera pronuncia para un otro son siempre primeras y originales. Dichas así, como lo serán ahora, en este contexto, para esta otra persona y con el significado que sólo ahora puede tener, son irrepetibles.
Pero lo nuevo, sin la consciencia de su novedad intrínseca, es siempre repetido, y en eso está la paradoja. Sostenida en continuidad de lo que nos representamos que recordamos, la historia de cada cual persiste como una fábula contada por y para cada uno. La inercia de lo que ayer elegimos sólo puede ser consistente si hoy elegimos lo mismo. Y hasta que elegimos nos imaginamos.
¿Qué son todas estas preguntas y a dónde me llevan? Apenas lo sé, y sin embargo, descubrir su significado es lo que me importa. Y aunque no sea nada, siento que esto es hacer filosofía. Y una precisión más alcanzo a evocar. Pues para cuando decido terminar estas palabras, comprendo que volveré a mis costumbres y al compromiso con la imagen que tengo de mi mismo y de mi vida. Me sumergiré en mis relaciones con los otros, en determinadas preferencias, y quiéralo o no, mis infinitesimales decisiones repercutirán sobre el mundo y sobre mis congéneres, junto con las de todos los demás. ¿Qué es lo mejor que puedo hacer alli – aquí y ahora? ¿Qué valor le doy a todo eso? ¿Cómo voy a vivir a continuación? Dejo las palabras cuando reconozco que estas preguntas no son solamente determinantes para toda filosofía, sino que son además puerta para toda espiritualidad...
(Estos puntos suspensivos son lo que importa)