El difícil
arte de habitar un huracán
de preservar en la tormenta una morada
colgar las viejas fotos sobre muros de viento
asir con el hábito, con la mueca de rutinas muertas
la naturalidad,
el ritmo de una vida que elijo ya no ser.
Habitar el
ciclón
despertar
por la mañana y desconocer los parajes y los horarios
amanecer
entre sábanas nuevas, en habitaciones distintas.
Iniciar el día
girando a 220 por hora
Colocarse la
camisa, el pantalón, los zapatos
preparar apuradamente unos huevos revueltos y el café amargo
sin permitir que lo derrame el vértigo de un agujero incandescente
conducir al trabajo mirando al frente
evitando con el volante firme su presión aplastante,
su fuerza concéntrica
su violencia insalvable.
Sostener la cordialidad del buenos días
funcional,
aplicado, responsable en las tareas.
Simpático,
siempre simpático:
el humor
como técnica de supervivencia.
Gracioso a
pesar de la tromba ascendente
de las latas de zinc volando por todas partes
de la monumental
polvareda que saca de cuajo árboles y postes
sus cables y sus raíces azotadas,
expuestas como intestinos negros
en las paredes del feroz tornado.
Mantenerse
estoico, ecuánime
mientras el
pavimento se parte,
mientras se
fracturan las cornisas y las vigas de las casas
mientras el
viento azotado como dagas
raja puertos, escuelas y parques
arrojados, veloces y dispersos
semáforos y señales de tránsito,
orbitando como proyectiles
espirales de adoquines y ráfagas de maceteros viejos.
Los ventanales reventados a coro
en una implosión múltiple y sin cadencia.
Habitar el
huracán
intentando mantener
la calma
- que nadie
pierda la compostura: inhale y exhale siete veces.
Conservar la
compostura, ser mesurado, mantenerse entero
mientras en
la vorágine irreparable
se dispersan
por todas partes
las
esquirlas de los espejos,
despedazado en su reflejo numeroso
el recuerdo
fresco de las formas ya marchitas.
La volátil
ruina de un mundo que desaparece
para siempre.
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