sábado, diciembre 27, 2008

En Los Trabajos y los Días, narra Hesíodo el mito de las edades, el relato de cinco razas de hombres, a la última de las cuales pertenecería el inspirado rapsoda. Los hombres de oro, hijos del tiempo (Cronos), habrían sido aquellos que, como ningún otro después de ellos, vivieron como dioses, sin sufrimiento, injusticia ni enfermedad. Después de ellos, las razas no hicieron otra cosa que degradarse. Los hombres de plata, aquellos que se negaron a rendir tributo a dios alguno y que a pesar de su nobleza, no soportaron que Zeus acabase con ellos para siempre. Los hombre de Bronce, terribles y vigorosos, y que aún así también murieron. La edad de los héroes, la mayoría de los cuales murieron en Troya, mientras que otros aún habitarían en las lejanas Islas de los Afortunados. Y por último, los hombres de hierro, imperfectos y "de voz articulada".



¿Cuando fue que nos convertimos en hombres de plástico?
¿Qué Dios acabará con nosotros?
¿Quién escribirá nuestra epopeya sin héroes ni honor ni gloria?

la última jornada de los hombres de plástico



















en los últimos días de la jornada del hombre
el trabajo fue abandonado
las industrias se detuvieron
y arrepentidos volvieron hacia la ausencia del lugar primero
en que alguna vez habitaron

a la tierra viva de la que subieron
y que ahora agonizaba con ellos



demasiado tarde volvieron a casa
y allí, solos y enfermos
murieron los últimos descendientes de madre y padre


el polvo tuvo lugar
y la falta de palabras
de juegos
de contiendas
de discursos, mentiras y asambleas

y desde entonces y para siempre
no se volvieron a subir los precios en los almacenes
ni hubieron disputas por la legislación del azúcar
ni se separaron los hermanos por sus convicciones religiosas

abrazados todos en el olvido de los cementerios
las ruinas y las ferreterías vacías.


[imágenes extraídas desde: http://www.abandoned-places.com/thumbnails.htm ]

martes, diciembre 16, 2008

Nietzsche y la Locura

Friederich Nietzsche es uno de los filósofos más incomprendidos de la historia, fundamentalmente por lo disperso de su estilo, por la pasión desmedida en muchas de sus afirmaciones, por su desprecio radical hacia aquello que no corresponda con su extraordinario ideal de lo que el hombre debería ser (o dejar de ser). Pese a ello, su perspectiva es tremendamente rica en más de un aspecto, pues aunque no es sencillo coincidir con algunos de sus puntos de vista, no deja de ser interesante su crítica demoledora de todo lo que se ha dado por sentado en nuestra cultura. Lo bueno, lo normal, lo bello, lo razonable son categorías que son desmanteladas a martillazos, al punto de desechar a toda la filosofía por ser un montón de ideas que sencillamente dan la espalda a la vida misma, una gran farsa ideada por aquellos que han sido demasiado débiles como para gozar de la plenitud de la existencia, y que por resentimiento han terminado por crear un mundo fantástico de abstracciones que compensan su propia inferioridad.

En honor a este pensador, cito algunos fragmentos notables:


“Si no hubiese habido en todas las épocas muchos hombres que rindieron culto a las disciplinas del espíritu, a la razón, y las miran como deber y virtud, hombres a quienes ofende y humilla todo lo que sea fantasía y exceso de imaginación, como decididos partidarios que son del sentido común, haría ya mucho tiempo que habría desaparecido la humanidad. Por encima de ella se cierne de continuo, y es el mayor de los peligros que la amenazan, la locura, dispuesta siempre a manifestarse y que significa precisamente la interrupción del capricho en los sentidos, en la vista, en el oído, el deleite en las orgías del espíritu, el goce que produce la sinrazón humana. No son la verdad y la certeza lo más opuesto a la locura, sino la unidad en las creencias y la obligación de discurrir todos de la misma manera, o lo que es igual, la exclusión del capricho enb los juicios. El mayor de los trabajos realizados por la humanidad ha consistido en ir poniéndose de acuerdo sobre muchas cosas y promulgar una ley de conformidades, sean verdaderas o falsas las cosas sobre las cuales versa dicha ley. En esto consiste la educación del cerebro humano; mas los instintos opuestos son todavía tan poderosos que no se puede hablar del porvenir de la humanidad con mucha confianza [...]”. (Esto hace necesaria la tontería virtuosa.)

["La Gaya Ciencia", #76 “El Mayor de los peligros”]


"En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la Historia Universal: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero, si pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que, al más pequeño soplo de aquel poder del conocimiento, no se infle inmediatamente como un odre; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener su admirador, el más soberbio de los hombres, el filósofo, está completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos."

["Sobre Verdad y Mentira en Sentido Extramoral"]

jueves, noviembre 13, 2008

Esperanza y la Hora de los Espejos





















Nuestra época es oscura y, probablemente, su hora más sombría aún no ha llegado. En ocasiones, tengo miedo de pensar en lo peor que podría pasar. Imágenes de la historia del hombre me evocan sufrimientos que sinceramente no sé si sería capaz de soportar. Sé y entiendo que el ser humano puede adaptarse a cualquier circunstancia, pero igualmente concibo que el precio de sobrevivir en tales condiciones puede ser tan alto, que se me hace del todo aborrecible representarme tal escenario. Y sin embargo, el rumbo de nuestro mundo me hace no imaginar, sino saber que, en una hora que no conozco, será el desastre. Las causas concretas y el guión de esa historia no las sé, pero lo único que espero es que no me toque a mí ni a los míos vivir esa jornada.


Pensar de este modo, ya lo sé, puede sonar,
desproporcionado, catastrofista, y hasta paranoico, acerca de lo cual no sé muy bien qué decir. Sinceramente espero estar equivocado, aunque confieso que si veo así las cosas, no es porque me apegue a la primera alarma de caracter profetico que proclame el fin del mundo en algún canal de la televisión por cable mientras promociona cruces de San Fulanito y pócimas para la abundancia y el éxito. En verdad no estoy muy convencido acerca de que la divinidad vaya a intervenir sobre nuestro destino próximo, o que antiguas razas extraterrestres vayan finalmente a presentarse ante nosotros con quizá que extravagantes propósitos. Me parece que el problema es más sencillo. El modo en que hemos venido habitando este planeta sencillamente ha llegado a su límite. La manera en que nos relacionamos con nuestros recursos, pensando en ellos como recursos y no como vida que crece más allá de nosotros; la grosería con la que despilfarramos nuestras fuentes de energía; el trato impersonal, arrogante, agresivo, superficial o indigno que tenemos con la mayoría de los congéneres que no son nuestros seres queridos (y hasta incluso con ellos), sencillamente ya no es un modo de vida capaz de sustentar nuestra existencia a largo plazo, lo cual me hace pensar que, para bien o para mal, este capítulo se apresta a su cierre. Cuándo y cómo, no lo sé - la historia suele tomarse su tiempo.

Pero entonces, ¿es el fin de nuestros días? ¿Se acabarán para siempre las intrépidas hazañas y aventuras del homínido hombre? Nadie lo sabe. Pero por suerte, saber no es lo mismo que esperar. Después de todo, es el hombre el que ha ingeniado el modo en que vive. Son las personas las que han decidido (aunque sea plegándose a lo que hacen los demás) que necesitan de determinadas condiciones materiales para sentirse satisfechos, trabajar para tener una televisión, un automóvil, una casa bonita, y la educación suficiente de sus hijos como para que también ellos puedan trabajar para tener una televisión, un automóvil, una casa bonita y educación para sus hijos. No es malo aspirar a esto o tener otras necesidades personales, pero debemos cuestionarnos el modo en que satisfacemos estas estas necesidades, e incluso reconsiderar si algunas de ellas son en verdad prioridades para nuestra vida. Debemos aprender a vivir de nuevo, cambiando no sólo nuestras costumbres, sino que ante todo nuestra manera de ver las cosas. Cada individuo debe comprender que él no es el centro del mundo, y que por lo tanto, su forma de entender las cosas no es la verdad. Es bueno que valore cosas, que se aferre a determinadas convicciones y que de todo de si por lograr ciertas cosas, pero quizá está equivocado, por lo que nada lo autoriza a imponerse por sobre otras personas. Menos aún si a menudo ignora esto e ignora gran parte de sí, cegado por su inconsciente fervor a sí mismo. Pues para cada uno siempre habrán excepciones, circunstancias insólitas en las que lo que pasó, pasó, las veces en que me olvido de una luz encendida, en que miento para mi interés personal, en que busco descaradamente y en silencio mi propio bienestar y placer. Cuando nadie nos mira, aparece la sombra.
No se trata de promover nuevos mandamientos ni de seguir juzgando al prójimo. Es hora de juzgarnos a nosotros mismos y hacer la requerida sentencia sobre nuestra forma de vivir. No se trata de hacernos monjes, sino de dejar de ser tan hipócritas y autocomplacientes. Es la hora en que nos miramos al espejo y reconocemos y asumimos nuestras faltas, no ante una imagen sobre un altar, sino que ante lo más sagrado que está en cada uno de nosotros. Somos vida y somos consciencia, y como tal, esa vida debe prosperar. Así, aunque la hora sea oscura, debemos cambiar nuestra forma de pensar. Sin engañarnos a nosotros mismos, pero sin deprimirse por lo que haya o lo que tenga venir. No es que tengamos que tener esperanzas, ¡tenemos que soñar con que el hombre llegará a las estrellas! Pues el hombre fue un simple primate que bajo de los árboles y que ahora lee sus peripecias en libros de historia y conoce la física cuántica. Recordemos los días venideros como aquellos en los cuales el hombre se sobrepuso a sí mismo, y luchemos por ser lo que todavía no podemos imaginar.



[puntos suspensivos]

lunes, octubre 27, 2008

El Sentido del Arte – Una Perspectiva

[Lo que sigue constituye un ensayo que alguna vez escribí para un sitio en internet, acerca del arte y su sentido. Falta quizá explayarse más en algunas ideas, pero quizá sea mejor que queden puntos suspensivos]

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"Ustedes hablaban sobre el sentido que tiene nuestra vida. Sobre el carácter desinteresado del arte... Por ejemplo la música. Ella tiene muy poca relación con la realidad. Más bien, si tiene alguna relación es mecánica, sin sentido, como un ruido fatuo, sin... sin relación alguna. Así y todo, ocurre un milagro: ¡La música penetra en el alma misma! Ese ruido, transformado en armonía, provoca una resonancia en nosotros. ¿Qué reacciona convirtiéndolo en un foco de sumo deleite, que nos une y nos conmueve?

¿Para qué hace falta eso? Y, lo más importante, ¿a quién? Ustedes responden: "A nadie. Para nada".

¿Desinteresado?
No. Difícilmente. Pues al fin y al cabo, todo tiene su sentido. Sentido y motivo."

Andrei Tarkovski, Stalker (1979).




¿Qué es lo que debe hacer, decir el arte? Contestar a esta pregunta resulta difícil. En verdad, supone una trampa que, de tomarse en serio, conduce a la arrogancia y la suficiencia. Pues dictar de antemano lo que una obra deba decir, aún basándonos en criterios filosóficos, psicológicos, políticos, económicos o religiosos, es algo que mina la producción artística misma. Hacer películas para vender camisetas es prostituir al arte, y en semejante calidad, el deleite que produzca no puede ser más que mezquino, breve y mentiroso.
No se puede decir entonces, de antemano, qué es lo que deba expresar o qué mensaje deba comunicar la obra de arte.

Pero entonces, parecería como si cualquier realización es válida. O más aún, no podríamos distinguir de ningún modo a una verdadera obra de arte de una producción barata y comercial. Así por ejemplo, en el cine, se ha preferido dividir a la industria (acomodaticio nombre) en géneros, división que deja en igualdad de condiciones (por diferir tan sólo en la temática y el tratamiento del tema) a películas tan disímiles como El Chacotero Sentimental y Ciudadano Kane. Es lo mismo, parece, y sencillamente se trata de gustos diferentes. Tal vez sea así, que para distintos tipos de personas, haya distintas clases de obras, pues ellas también se distinguen según sus motivaciones y costumbres.

Pero entonces, la pregunta qué nos formulamos es la siguiente: ¿a qué es a lo que tradicionalmente se ha llamado arte, y por qué se ha dado este nombre a ciertas obras y no a otras? ¿Qué es lo que de común tienen estas realizaciones?

Pensemos por ejemplo en los llamados clásicos. Obras como Cien Años de Soledad de García Márquez o Crimen y Castigo de Dostoievsky; 8½ de Fellini y 2001: Odisea al Espacio de Kubrick; la Novena Sinfonía de Beethoven y Gracias a la Vida de Violeta Parra. ¿Qué es lo que ocurre ante estas obras que parece no ocurrir en otras aún dentro de sus mismos géneros? De uno u otro modo, parece que podemos decir: estas obras nos conmueven. Y es que, independientemente de nuestras preferencias personales, marcadas por su asociación con nuestras experiencias personales o con nuestras ideas y cosmovisiones particulares, nos encontramos con otras obras que logran producir un especial impacto afectivo en nosotros. Y es que, desde herramientas distintas (la imagen, la palabra, la armonía, la forma), y perspectivas y discursos diferentes, dichas obras abordan el problema de la existencia. De una u otra forma, lo que se problematiza y se muestra en ellas es el sentido del mundo y de la propia experiencia. No proponen una teoría ni un modelo del mundo, pues todas ellas son, por una parte, ficciones, y por otra, realizaciones siempre particulares, subjetivas y contingentes. Pero haciendo énfasis en los distintos aspectos de la vida humana (el dolor y la felicidad, el asombro y la incertidumbre, la soledad y el amor, la memoria y la esperanza), proponen una imagen con sentido para la totalidad de nuestra experiencia. En palabras más sencillas, nos permite decir: el sentido de la vida es… No se trata de que este mensaje esté explícito, y puede que ni siquiera sea claro. Pero el hecho de que en dichas obras podamos reconocer un fin y un sentido que dan coherencia a la historia, la escena o el movimiento, nos permite concebir que las mismas escenas de nuestra vida podrían tener algún sentido desde alguna perspectiva, sea como tragedia, milagro, comedia o radical absurdo. En otras palabras, nos hacen experimentar esa sensación de sentido, y sentimos así reconocida nuestra propia humanidad. Y en ese sentido, la obra logra ser universal. Valiéndose de una ficción particular y arbitraria, el artista señala algún aspecto fundamental de la existencia.

Y sin embargo, todo esto no implica declarar qué deba decir una obra, de qué debe tratarse una película o qué historia debe contarse en una novela. No hay un principio a priori que señale el contenido que necesariamente debe abordar una obra de teatro para ser buena, para ser arte. Sólo constatamos a posteriori que en esa experiencia algo se nos ha comunicado. Tarkovski, el magistral director ruso, comenta en su libro “Esculpir en el Tiempo”, que aunque muchos de los espectadores de sus películas le enviaban cartas de molestia (sin duda motivadas por el carácter casi filosófico de sus películas, que contrasta con el carácter hedonista y autocomplaciente de nuestra sociedad), otros se dirigían a él manifestando su perplejidad, al sentir que en dichas películas estaba literalmente reflejada su vida.

Ahora bien, esta capacidad de comunicación comprehensiva (en tanto que no entrega mera información, sino que conmueve, empatiza y da sentido) manifiesta en el arte, no es un aspecto menor. A fin de cuentas, al problema de la incomunicación humana, raíz de vivencias tan distintas como la soledad, la intolerancia, el rechazo y la violencia, es parcialmente resuelto en la obra, cuando menos mientras dura la película. Y es que en efecto, mientras miramos los créditos, o nos recuperamos de cierta pieza musical, algo nos dice: “tu dolor también es mi dolor...”

Y es esta experiencia de comunicación y reconocimiento lo que nos mueve a ponderar de buen grado unas obras por sobre otras. Es más, ni siquiera es necesario que se trate de una experiencia intelectual, de la aceptación de un discurso específico, como ocurre por ejemplo con la música. Siendo así, esto nos permite pensar que, si la experiencia estética no es una operación racional, no tiene por qué estar necesariamente vinculada con los ideales de la razón – para el caso, el ideal de belleza. Sin duda es esa una de las posibilidades de la obra de arte, la más elevada y noble quizá, pero la proliferación de formas de arte que enfatizan el absurdo, el horror (aunque no pensamos aquí en su caricaturización entretenida), el desorden, la discontinuidad, la cacofonía, logran también comunicar otros aspectos de la vida humana. Piénsese por ejemplo en ciertas obras de David Lynch, John Zorn, Stockhausen, Giacometti, Takaashi Mike, entre muchos otros, en donde la deformidad, el desorden, lo siniestro, opacan la idea convencional de belleza. Poniendo énfasis, sin duda, en el desamparo de una humanidad frágil, confundida y exhausta.

Y sin embargo, todo esto es visto, con frecuencia, como algo irrelevante y ocioso, y preferimos pensar en el arte como una forma de entretención, de evadirnos del cansancio del trabajo o de satisfacer nuestras carencias afectivas más inmediatas. Alguien que nos haga reír una vez al día, o que nos permita participar aunque sea como espectador de vivencias prestadas, de placeres negados, de pobres victorias ajenas. Nos sentimos conformes si vemos nuestras convencionales y autocomplacientes ideas retratadas en la película, que los hombres son así, que las mujeres son asá, que el héroe se salva y que la princesa se queda con su príncipe.

Por lo demás, ¿de qué sirve el arte a fin de cuentas? Y ante una pregunta tan utilitaria, no sabemos qué contestar. Pero lo cierto es que no todo se trata de respuestas pragmáticas y sintéticas. Quién soy, qué es la vida y cuál es mi lugar en ella no son cuestiones que sirvan para pagar las cuentas o para traer pan a la mesa, y sin embargo son de las cuestiones más fundamentales en nuestra existencia íntima y colectiva.

Entonces, ¿para qué sirve el arte? Quizá, más que preguntarnos esto, deberíamos reparar en algo más central y enigmático. Pues, si bien reparamos en la obviedad de que somos humanos, olvidamos comprendernos como organismos vivos, cuestión que sólo consideramos en términos formales y abstractos. Y desde esta óptica, cabe preguntarse: ¿por qué existe este organismo capaz de tener experiencias estéticas – del mismo modo que es capaz de conocer, de amar, de creer y de crear? ¿Por qué hay en la naturaleza este ser capaz de formularse preguntas acerca de la naturaleza, capaz de comunicarse y de formularse proyectos?

Estas son preguntas que nos llevan por el camino del asombro, y cuya indagación nos lleva más allá del terreno del arte. Pero reparar en ellas no es una pérdida de tiempo, pues lo que está en juego allí no es sólo el sentido del arte, sino de la vida humana en general. Y nos invita, ante todo, a salir del cascarón de nuestras ideas preconcebidas y conformistas, y tratar de ver un poco más allá de nuestras propias narices.

lunes, octubre 13, 2008

!

Hacia el Trascendimiento del Ego

[Lo siguiente constituye un trabajo que alguna vez compartí con un especial grupo de amigos, de allí el tono semi académico.]



There’s a time, and the time is now and is right for me

is right for me, and the time is now.

There’s a word, and the word is love and is right for me

is right for me, and the word is love.


Yes, “Time and a Word”



Comienzo a escribir estas palabras sin introducciones, sin formalidades y sin demasiadas pretensiones. Habiéndolo intentado sin éxito ya un par de veces, prefiero hacerlo así, directamente y sin rodeos de academia. Lo que quiero decir probablemente no sea nada nuevo, porque no se trata aquí de una cuestión de ideas. No será esta una exposición acerca del valor de alguna teoría, la apología de alguna doctrina ni la definición novedosa de algún concepto. No vengo a proponerles una filosofía nueva, sino sacar de los viejos cajones algunas ideas ni tan novedosas ni tan rimbombantes. Al final, deberíamos poder decir que todo esto ya lo sabíamos.

Quisiera comenzar por una vieja historia, que a menudo suelo contar en clases, y que probablemente también ustedes hayan escuchado alguna vez. Eran estos unos hombres que, sin saber muy bien por qué, habían sido condenados a pasar su vida entera encadenados en el fondo de una caverna. Así, en su incómoda y forzada situación, la única realidad que alguna vez han conocido son las sombras que un fuego a sus espaldas proyecta en la muralla delante de sus ojos. De vez en cuando, otros hombres detrás de ellos pasan llevando en sus brazos objetos cuyas opacas siluetas son reflejadas en ese muro, por lo cual, después de todo, ese mundo de sombras no es nunca ni tan monótono ni tan oscuro. Ellos están conformes con lo que ven porque es todo lo que alguna vez han conocido, y aceptan y disfrutan de la realidad que se les presenta a la vista.

Sucede que un día, a uno de esos hombres, le ocurre que logra zafarse de las cadenas que él mismo había olvidado le aprisionaban. Inseguro y titubeante, e intentando superar el encandilamiento inicial de ese fuego detrás de él, sale del lugar en el que se encontraba e intenta salir de la oscura caverna. Pero el ascenso a la salida es difícil y doloroso. Procurando superar el miedo a lo desconocido y la frustración de haberse aferrado por tanto tiempo a meras apariencias, hiere sus manos y sus rodillas con tal de salir de la mentira y la confusión. Finalmente lo logra, y lo que le espera más allá de la salida es un mundo nuevo e incomprensible. Observa las cosas tal como son, los colores por vez primera, y sobre sí mismo, la luz poderosa de un sol que simboliza la verdad, lo absoluto, el bien y dios.

Esta historia, acerca de cuyo simbolismo se ha especulado largamente a través de la historia, es una alegoría con la cual Platón intenta mostrar el paso de la ignorancia al conocimiento verdadero, lo cual implica reconocer aquellas sombras como tales, aquella ceguera en que nos conformamos y que nos impide ver las cosas tal y como son. Ciertamente, esta historia no termina bien: el que ha salido debe volver a la caverna e intentar convencer a los demás de que lo que hasta entonces han considerado como verdadero, no son más que engaños y apariencias. Y en ese intento, la conformidad y la autocomplacencia son más poderosas, y el “iluminado” muere bajo las manos de aquellos a quienes pretendía ayudar.


Sin embargo, y pese a que este relato se nos presenta atractivo y enigmático, lo cierto es que, si ponemos las cosas en el contexto de nuestra época, nos es difícil consentir con esta alegoría hasta el final. Y es que Platón parte no sólo de la evidencia de que seamos ignorantes acerca de algunas cosas, sino que se aferra a la premisa de que hay una verdad última y decisiva. En concreto, Platón estima que, más allá de esta realidad material y sensible, persiste una realidad superior, trascendente y espiritual. Así, ¿hasta qué punto podemos afirmar hoy, en términos de conocimiento, que una tal realidad exista?

La modernidad nos ha enseñado que, si hemos de intentar dar una respuesta sensata a una pregunta como esta, ello debe hacerse desde criterios estrictamente racionales, en función de argumentos bien fundados y que no se basen en lo que simplemente queramos creer. Y desde ese prisma, sólo podemos hablar con sentido, es decir, con pretensiones de objetividad, de aquello que puede ser validado por la experiencia, y más aún, desde experiencias sistemáticas y estructuradas, como las que sólo la ciencia puede proporcionar. Nada que no se someta al tribunal de la razón y de la experiencia puede pretender asumirse como conocimiento, y por ende cualquier intuición trascendente de realidades últimas, por bienintencionada que sea, queda enseguida fuera de juego. Tal es el legado del positivismo y de la postmodernidad.

Y es que, a fin de cuentas, hay cosas acerca de las cuales sencillamente no se puede hablar ni afirmar nada con certeza concluyente. Pues es la experiencia el limite de lo que puede ser conocido, y más allá de eso sólo queda la fe y el camino de los olvidados.


A pesar de todo, la perdida no parece ser tan grande. La descripción eficiente de la naturaleza y la explicación causal de sus fenómenos, nos ha llevado bastante lejos. Más lejos de lo que Platón o Aristóteles hubieran pensado. Nuestro poderío tecnocientífico es capaz de predecir y producir fenómenos a su voluntad, con proyecciones infinitas y con un valor incalculable. El trabajo hacendoso de los científicos a través de los siglos nos ha proporcionado herramientas fabulosas, curando enfermedades y transformando el mundo a nuestra voluntad. Y entre tanta nanotecnología y televisión satelital, parece que no fuera necesario hacerse preguntas acerca del sentido último de la vida, satisfechas todas mis necesidades por un aparato mediático dispuesto a resolver mis inquietudes existenciales y mis carencias afectivas en una teleserie de 45 minutos o en entretención desechable y a pedido.

Después de todo, nadie tiene la verdad acerca de nada, y cualquier opinión es tan viable como la otra. Ya que nada puede ser afirmado con evidencias últimas, queda conformarse con las opiniones premasticadas de nuestro consejero de cabecera.


Quizás, podría argumentarse, esto no sea tan grave como parece. A fin de cuentas, cada uno puede vivir con las ideas que le parezca, y acerca de aquello de lo cual no se puede hablar, resta asumir una postura personal que puede ir desde el escepticismo absoluto a la fe incuestionable.

Pero lo que resulta problemático no es el tema del conocimiento, sino que el lugar de nuestras certezas morales. Siendo aparentemente imposible suministrar una definición concluyente acerca de qué sea lo bueno y lo justo, cada cual juzga las cosas de acuerdo a su conveniencia o su propio criterio. Y aunque existen pistas desde el punto de vista de teorías filosóficas que proporcionan una orientación racional para orientar nuestras acciones hacia el bien, el hecho es que, en la práctica, lo que predomina es un relativismo en función del cual cualquier conducta, mientras se atenga a los límites definidos por la legalidad y el sentido común, es tan válida como cualquier otra.


¿Es esto tan malo como suena? Después de todo, nuestra época, con el progreso de las tecnologías de la comunicación, la ampliación de las redes sociales, las libertades del mercado, nos proporciona beneficios notables, y con ello la posibilidad de prosperar por nuestros propios medios y acceder a nuestra preciada felicidad. Por lo tanto, ¿por qué habríamos de cambiar el modo en el que vivimos nuestra vida? Desde luego, problemas hay y siempre ha habido. El hambre y la pobreza no son fenómenos nuevos, ni lo son las guerras en función de intereses particulares ni la explotación del hombre. Y si eso y mucho más no ha sido suficiente como para cambiar de forma sustancial la conducta del ser humano, parece difícil pensar en que ese cambio pudiera ser posible ahora.

Pero ahora nuestra circunstancia es distinta. Pues a los viejos problemas, acerca de los cuales es siempre más fácil prestar una atención pasajera que raramente deriva en acciones concretas, se agrega un problema nuevo, el más terrible de todos. Pues la torpeza del hombre no sólo amenaza con perjudicar a la vida de otras personas, sino que, más todavía, amenaza con exterminar toda forma de vida sobre la tierra, haciendo así inviable cualquier posibilidad de un futuro. Por cada minuto que pasa, el equivalente a seis estadios desaparece en los bosques del Amazonas, y cada año miles de especies cuyos nombres nunca supe se extinguen para no volver jamás. La contaminación, el agotamiento de los recursos y los alimentos, el calentamiento global, y peor todavía, un aparato económico y mediático que extrae beneficio a partir de esta situación, son factores que se suman de manera vertiginosa y que auguran un negro porvenir para quienes sea que vengan después de nosotros. Estamos destruyendo nuestro mundo, y haciendo insostenible en el tiempo una vida como la que ha habido hasta ahora. No digo estas cosas con el ánimo de ser apocalíptico, o por pregonar el final de los tiempos o el cumplimiento de las predicciones de los mayas ni nada como eso. Sencillamente se trata de reconocer que el modo en que estamos viviendo nos está matando, y que son las generaciones más próximas las que pagaran el precio de nuestra soberbia. Serán ellos los que tendrán que matarse unos a otros por agua o por aire, serán nuestros hijos los que contraerán enfermedades por la ausencia de capa de ozono, y serán sus vecinos y sus amigos los que tendrán que reconstruir un mundo que nosotros hicimos pedazos a fuerza de querer tomar tanta Coca Cola y comprar tantas tonterías que nunca nos hicieron realmente felices. Con un poco de suerte y si cruzamos los dedos, tampoco a ellos les dolerá que los suyos se mueran de hambre o que se invadan países con excusas hipócritas que solo enmascaran el interés por el petróleo, el agua o el recurso en escasez por esos días, porque quizá también para ellos habrá un descendiente del Che Copete que les haga olvidar la dureza de sus circunstancias, y no faltarán las imágenes narcóticas que opaquen su juicio crítico y su capacidad de hacer algo, cualquier cosa, con tal de evitar el ocaso del hombre y la muerte irreparable de la vida.

Pero hacer este diagnóstico es más fácil que pensar en alguna solución a ello. Al respecto, desde hace mucho tiempo se han formulado numerosas teorías y perspectivas críticas, las cuales lanzan sus dardos contra la estructura contemporánea del estado, contra la economía capitalista y neoliberal, contra la microfísica del poder, contra las influencias nefastas de los medios de comunicación masiva, contra la globalización y el choque de mundos culturales, etc. Y cada uno de estos enfoques muestra a su modo las posibilidades de mejorar las cosas, de reestructurar la sociedad, sus relaciones de poder, la administración y la gestión de sus funciones, la optimización de las relaciones fundadas en la comunicación racional y la búsqueda de consensos, sin contar las utopías en donde se anula la sociedad fundada en clases y en la acumulación de capitales. Pero en cualquier caso, y pese al esfuerzo puesto en estas reformas, que pueden redundar o no en mejoras prácticas para la vida de las personas, el hecho es que, en el fondo, no estamos evitando que nuestro navío siga ese curso terrible cuyo negro desenlace sólo cabe esperar no nos toque vivir a nosotros.


Pero entonces, ¿qué es lo que nos pasa, qué es lo que impide que podamos progresar no ya materialmente, sino que moral e incluso espiritualmente? Desde luego, es cierto, hay un aparato socioeconómico cuyo funcionamiento depende no de la satisfacción de las necesidades humanas (no es un sistema filantrópico), sino que más bien de la producción permanente de nuevas necesidades, de generar una demanda infinita que justifique dicho sistema. Nuestra libertad es la de elegir entre opciones que se nos ha persuadido a necesitar, a buscar mejores estándares de vida a través de una producción enferma para la que más vale la inseguridad y el descontento, que la autorrealización y la madurez moral.

Pero esto es algo que sabemos. Hablar de consumismo e individualismo son clichés que nos gusta citar y de los que estamos presuntamente concientes, del mismo modo que estamos ciertos acerca de que es ese consumo desmedido el que está arrasando con nuestra naturaleza y exterminando nuestros recursos naturales. De vez en cuando, claro está, nos gusta alegar contra estas cosas, del mismo modo que cientos cada año salen a las calles a protestar contra el gobierno de turno o contra un presunto imperialismo de parte de multinacionales desalmadas y perversas. Inventamos consignas de lucha, esperando que alguien arregle las cosas, que ellos, los malos, dejen su poder al pueblo, o que ellos, los equivocados, se den cuenta de sus errores y se hagan más humanos, más buenos y más justos.

No puedo evitar pensar que algo anda mal en esta ecuación. Pues el hecho es que la tendencia general de las personas es la de esperar que las cosas cambien para mejor, para que sus vidas sean más felices, para acceder a una mejor calidad de vida. Pretensión justa, ciertamente, ¿pero no es acaso muy cómodo juzgar las cosas pensando en que son otros los equivocados, en que son otros los que tienen al mundo en peligro, en que son otros los injustos, los malos, los ignorantes, los soberbios, los insolidarios? No quiero negar que haya personas que verdaderamente actúen en la llana inmoralidad, aquellos que se llevan las grandes tajadas a costa de la explotación de los recursos, de las remuneraciones paupérrimas, de la externalización de los costos, etcétera. Pero el hecho es que, frente a eso, es muy poco lo que nosotros, ciudadanos y consumidores comunes y corrientes, podemos hacer. Cuando menos, es muy probable que ninguno de nosotros tenga jamás la posibilidad de estar en una situación de poder tan privilegiada como para iniciar una revolución ilustrada y cambiar las cosas. Además, si ponemos el problema en términos de poder, debería preguntarme, ¿qué haría yo si estuviera al mando de un país o de una gran corporación?

El tema es que, así como siempre es más fácil pensar en que los otros son los malos, es también muy cómodo pensar en que yo, nosotros, somos de los buenos muchachos. En que yo hago todo lo mejor que puedo por hacer las cosas mejor, que cuando puedo hago el bien a los demás, que intento ser buena gente, un buen chato, atento, solidario, biendispuesto. Por supuesto que omitimos la parte en que hacemos todo eso porque nos conviene, porque es bien visto, porque es lo que otros esperan de nosotros. Y además nos gusta tener una imagen positiva de nosotros mismos, querernos harto, y buscar así el bien personal primero y después el de aquellos que nos quieren, el de aquellos a quienes necesitamos para sentirnos mejor. Y si alguna vez tuviera el poder, seguramente que, además de hacer y predicar el bien, sería ligeramente permisivo con los míos, y si me equivocara o me excediera en mis atribuciones de vez en cuando, encontraría la forma de justificarlo y de hacerlo aceptable para el concepto que tengo de mí mismo y para mis flexibles valores. Al final del día, el político o el fiscalizador permisivo es tan buena persona como el que deja que alguien se ponga a su lado en la cola del banco pasando por alto a veinte personas que en ese momento piensan de él que es un tipo detestable, pero que si pudieran, harían lo mismo sin ningún asco.


Lo que quiero decir es que si las cosas están como están, es fundamentalmente porque somos egoístas. Más aún, corrijo lo que afirmo, y digo esto: que yo, Patricio González, soy egoísta, y soy autorreferente. Y es cierto, hay cosas que están mal, y me molesta que corten los bosques y que extingan las especies, pero soy yo el que elige tener deudas en tiendas comerciales, comprar cosas que seguramente cambiaré en uno o dos años más, en usar la electricidad y el agua a mi antojo, porque, después de todo, para mí siempre son válidas las excepciones. Me gusta pensar que la contaminación es mala, pero me cuesta ver como mi consumo de la leña o el consumo del auto afecta a todo eso. Y me gusta pensar que soy un buen tipo, aunque muchas veces mis conversaciones sean un pretexto para escucharme a mi mismo teniendo a la razón, y mis buenas acciones sean una excusa para que los otros me valoren como una buena persona y me acepten por ser solidario y bienintencionado. Y la preocupación por el bienestar de los demás está siempre presente, en la medida que me proporcione mi dosis diaria de autocomplacencia con mis valores y mi visión humanitaria de las cosas. ¡Que buena persona que soy!

Quisiera llevar el cinismo (en el sentido original de esa palabra) todavía más allá, preguntándome: ¿debería sentirme mal por ser así, egocéntrico y autorreferente? El hecho es que la ciencia está de mi lado. Porque todos los organismo vivos no hacen algo distinto a lo que hago yo. Cada individuo de cualquier especie vela por su propia supervivencia, y las distintas facultades con las cuales está dotado, operan con ese fin, garantizar que ese individuo viva y se reproduzca. Para nosotros no es diferente más que la escala en que se aplica este principio. Pues la inteligencia, aquella facultad de la cual el ser humano gusta sentirse orgulloso por ser el único ser vivo que la posee en la tierra, sirve para el mismo propósito, del mismo modo que todas nuestras facultades psicológicas. Tenemos ideas sobresalientes, tenemos sentimientos nobles, tenemos autoestima, tenemos relaciones sociales y proyectos humanitarios. Pero al final del día, todo eso esta destinado a sostener un delicado equilibrio en el cual me siento bien conmigo mismo, con las cosas que hago y que pienso, sólo porque es importante que yo como individuo viva. Es por mi interés personal que soy una persona moralmente correcta, porque sólo si soy bueno con otros, los otros lo serán conmigo. Me importa lo demás en la medida que contribuye a mi experiencia personal. Y suscribo con sistemas de ideas, ciertos ritos y ciertas costumbres porque me proporcionan una noción de certidumbre y de que la vida tiene sentido.

Pero esto tiene que cambiar. No puedo seguir viviendo de esa manera. Me engaño, lo sé, y hay cosas acerca de mí mismo que prefiero no reconocer y no aceptar. Pero el hecho es que tenemos que cambiar. Pero, ¿cómo? Lo primero es reconocer que no todo acerca de nosotros es negativo – y en el fondo, si logramos ver las cosas con claridad, entenderemos que nada es negativo ni positivo, salvo por la subjetividad que juzga así las cosas.

Es cierto, somos animales, organismos vivos en los cuales, bajo una piel vestida de Calvin Klein o maquillada por Pamela Grant, persiste el instinto primario de la autoconservación, y que media subrepticiamente hasta en nuestras más elevadas acciones y pensamientos. Pero el hecho es que somos también el único ser vivo capaz de saber que es un ser vivo, de entender que vamos a morir, de conocer y querer lo que tiene fuera de sí mismo, de valorar su propia circunstancia, y de entender y amar a otros seres vivos como nosotros. Podemos juzgar, desde luego, hasta que punto vivo de ese modo, pero el hecho es que podemos ser algo diferente. Podemos abrazar algo más que el interés mezquino en mí mismo, y ser uno solo, porque en el fondo, somos una sola cosa. Somos la misma naturaleza, que a partir de átomos y ácidos nucleicos, de evolución y cultura, ha llegado a ser conciente de sí misma. No sólo materia y carne y huesos somos, sino que también espíritu.


En la tradición del Yoga Kundalini se habla de los siete chakras, siete puntos energéticos presentes en todos nosotros, pero que sólo aquellos que se aventuran en el autoconocimiento y la autodisciplina son capaces de abrir y desarrollar. Pero en el fondo, esos siete puntos representan siete niveles en el desarrollo espiritual de la persona. Lo natural es pensar que de esos chakras, los más importantes son los chakras superiores, pero el hecho es que el chakra más importante es el del medio, el cuarto chakra, Anahata, lo cual sólo podemos entender si atendemos primero a la forma en que cada uno vive su vida.

Desde esta óptica, la mayoría de nosotros vive atado a los chakras inferiores, los tres primeros, que representan las facultades humanas desde el punto de vista de su existencia material y animal. El primero representa las necesidades y los impulsos más primarios, el deseo carnal, el instinto sexual. El segundo dice relación con nuestras emociones, con el control de nuestras pasiones, nuestros afectos y nuestros apegos. El tercer chakra es la inteligencia en tanto que instrumento para nuestra supervivencia, como herramienta del ego para el logro de sus objetivos y para la perduración de su propia existencia. La mayoría de nosotros vive entrampados en esas necesidades, en atender a lo que cada uno necesita, a lo que cada uno siente, a lo que cada uno piensa. Así vivimos y, en la mayoría de los casos, así morimos. Pues en sentido estricto, nada más se necesita para sobrevivir.

Pero el verdadero progreso espiritual está en abrir el cuarto chakra, el chakra del corazón, Anahata, que significa lo no tocado, porque el primer principio de las cosas era una unidad sin diferencias y sin divisiones. Anahata es la apertura al amor universal, a la conciencia que se abre a lo Otro sin aferrarse a ello porque yo lo necesite o porque me interese en algún modo. Es entender que más allá de las fronteras de mí mismo, de mi vida atrincherada en mis conceptos y en mis valoraciones, hay un mundo ajeno a mí, y que sin embargo, existe y está allí al mismo tiempo que digo estas palabras. Que hay vida a todos lados y que esa vida merece y debe existir, sirva o no a mis intereses. Anahata es abrirse a lo Otro, a lo desconocido, porque en el fondo no conozco nada más que mis propias ideas y porque adonde sea que mire sólo veo mi propio reflejo.

Desde luego, estos simbolismos orientales quizá no nos digan mucho. Una mezcla de escepticismo y de prurito positivizante nos predisponen a pensar en ello como habladurías sinsentido. No sé si así sea, no es tan sencillo trazar la línea entre lo que es verdadero y lo que quiero que sea verdadero (si es que hay alguna distinción en absoluto). Pero quedándonos con el simbolismo más básico en todo ello, parece como si la conclusión no fuese tan absurda. Trascender mi propio ego, mi apego inconciente a mi instinto primordial por la supervivencia, es la única vía para este mundo enfermo y agónico. Pero para eso tengo que recordar lo que el viejo Platón decía, que hay que salir de la caverna, y que esa caverna soy yo. La realidad es lo que yo proyecto en ella, lo que yo quiero creer y lo que yo necesito que sea. La realidad es un espejo de mi mismo, o como decía el satírico Bill Hicks, somos la imaginación de nosotros mismos. Para pasar al otro lado, debo romperme a mí mismo como un espejo, callar mi mente y renunciar al deseo que me apega a las cosas. Debo reconocer las sombras que yo mismo acepto como mi realidad, sacarme la venda del conformismo, del amor propio, de la autocomplacencia, y reconocer que no soy más que un grano de arena, apenas un actor más entre millones en una escena que se acerca al acto final. Debo juzgarme a mi mismo antes que juzgar a otros, y cambiar yo mismo antes que querer cambiar a los demás.

Y no es que tenga que cambiar porque yo lo necesite, porque en el fondo podría seguir viviendo del modo que lo he hecho hasta ahora y aún así quizás podría ser feliz. No es la felicidad lo que es importante aquí. Lo importante es aquello más allá de mí, algo más grande y más maravilloso que yo. El hombre no tiene derecho a acabar con la vida, la vida debe existir y debe perdurar. Además, nadie vendrá del otro lado del espejo a salvarnos de nosotros mismos, nadie reconstruirá para nosotros lo que nuestras torpezas y nuestra ignorancia de nosotros mismos han destruido.

Tú y yo somos la única salvación, y ésta es la única oportunidad que tenemos para hacerlo. Mira a tu alrededor y da gracias porque estás aquí y porque estas vivo y porque puedes saberlo. Seamos parte del cambio. No permitamos que muera este milagro.





domingo, octubre 05, 2008



"El Aroma del Te"


por Michael Dudok de Wit




Un punto y el sentido de su existencia entre otros puntitos como él.

martes, septiembre 30, 2008


"So crucify the ego
Before it's far too late
To leave behind this place so
Negative and blind and cynical

And we will come to find
That we are all one mind
Capable of all that's
Imagine the unconceivable..."

Tool - Reflection


La verdad es un concepto que inventó la razón, y la razón se la inventó un organismo para sobrevivir.
Carne que piensa, voz que existes.


¿Y si la verdad, esa quimera antigua, esa comprensión final de lo que es y lo que soy, no existiera?
La razón intenta comprender, pero conocer es proyectar lo que somos en lo que hay.
Se tropieza consigo misma y no ve más que su reflejo en cuanto está.

Curiosamente, Dios se parece al que en cree en él - y sin embargo,
esto no es una negación de que algo que no soy yo exista.

Yo soy la medida del mundo, mi mundo - hasta que en verdad entienda que él es algo más que yo.

Algo más que yo - un torrente más antiguo y que es las aves, el tiempo vegetal y la marea de los hombres. Las noches y los días innumerables antes que tú. El silencio de los lugares que no conoces. Las palabras y los versos que no llegaron hasta ti. El polvo de estrellas que es tus manos y tus ojos - ¿donde estuvo tu mineral antes que tú aquí?

Vida que late en todas partes, serpiente que se devora a sí misma.
Simultáneo, plural y ahora.


Crees, pero no es lo que piensas.
No lo sabes pero te lo puedes preguntar, y estás aquí para saberlo.

Vives, eres, existes, de este lado del espejo, el único que existe...



...y algo más, quizás - pero quien soy yo para decirlo...






Decía un poeta árabe - la mitad de lo que te digo es mentira
sólo para que la otra mitad pueda llegarte.

miércoles, septiembre 17, 2008

tortugas que hablan

"Uno suele encontrar su destino por el sendero que toma para evitarlo"





Aprender a escuchar, a ver y a caminar.
Desde cero, como si no supiera nada - en el fondo, así es.

Dejar detrás de mi la mochila y la escalera que me ha traído hasta aquí
- también son, como yo, una ilusión.


Crees, te lo imaginas, pero no lo puedes saber.
Entonces, ¿qué significa?

Sin punto final -

domingo, agosto 31, 2008

Notas acerca de verdad, sentido y silencio

La verdad, como esa representación objetiva y final de las cosas, la comprensión totalizante de lo que es y cómo es, no existe. Desde luego, quizá nadie busque ese nivel de certeza, pero si representa el ideal inherente al concepto mismo de verdad, tal como lo hemos comprendido en general en occidente. Sólo a partir de las últimas décadas del siglo XX se ha dado lugar a la noción de que en verdad la máxima verdad a ser encontrada es la que pueda ser lograda por el diálogo. Pero esta comprensión analítica de la verdad conduce, desde un punto de vista moral, a un callejón sin salida.
Wittgenstein tenia azón al plantear que la pregunta moral es una pregunta por el sentido de la vida. Pues la moral necesita partir de la certeza.

Verdad es un concepto que crea nuestra subjetividad para poder constatar sus representaciones. Pues lo que finalmente necesito no es que un determinado objeto tenga o no ciertas características formales, sino que sencillamente experimentar certeza, tener la sensación de certidumbre. En otras palabras, la verdad es un estado psicológico, que para cada uno se produce a partir de sus distintas experiencias.

Nuestro punto no es una teoría de la verdad. Se trata de señalar, sencillamente, que lo que se exige como verdad objetiva y final no es jamás posible.
Quiza se pueda en..., pero (asuntos de sentido)... no se puede. No es posible decir que sea la realidad. Que es el hombre. Cual es el sentido que debe dar a su existencia.


Y por lo tanto, decir "verdad" es un acto de violencia. Es un acto de poder. Soy un acto de poder al decir esto.
El silencio. No decir.


El gran error de occidente ha sido medir al conocimiento y a la moral con la misma vara. El conocimiento precisa de una validación objetiva de sus conceptos, lo cual exige que la descripción de lo que es ha de hacerse desde criterios externos a nuestra subjetividad concreta.

Pero al experiencia moral (que no se reduce a las ideas y que por ende no puede ser abordada exclusivamente desde tal ámbito), es ante todo, una experiencia subjetiva. Y por lo tanto, cuando esa subjetividad se pregunta por el sentido de la vida, no puede más que ofrecer respuestas cuya única justificación posible es su propia experiencia. Desde luego, se puede intentar ofrecer como respuesta a aquellas verdades que se hayan logrado en el campo del conocimiento, pero siendo el entendimiendo personal tan siempre limitado y contingente, la reconstrucción que se haga a partir de su compilación personal de verdades particulares será siempre subjetiva y personal. Desde luego, en éste ámbito, quien insista en las verdades de su especialidad, seguirá creyendo que las verdades objetivas del ámbito del conocimiento pueden trasladarse al plano moral.

La experiencia moral es siempre subjetiva, y por lo tanto, dicha variable no puede ser eliminada de la ecuación. El error de Kant es usar los criterios de una razón universal y trascendente a razonamientos que tienen que ver nuestra forma concreta de experimentar nuestra existencia. Las preguntas por el bien y el mal son preguntas que quieren saber qué debo hacer en mis decisiones, qué acciones debo valorar, qué elecciones serán las que deba preferir.

Desde luego, dirá un kantiano, la pregunta no es por el qué, sino que por el cómo. Se trata, a fin de cuentas, de un razonamiento, por lo cual la conclusión correcta será aquella que respete la estructura formal de la operación. Y el cómo se reduce al imperativo categórico, juzgar de manera universal.

De por sí, ello despoja al razonamiento de todo contenido particular. Pero es el contenido particular el que da sentido a la respuesta. De lo que se trata, a fin de cuentas, es de que lo que yo haga me proporcione la certeza de que dicha acción era correcta (experiencia psicológica de la verdad que en este caso Kant hace depender de un razonamiento), lo cual siempre será una experiencia personal.

Si aplico la fórmula: ¿estaría yo dispuesto a sostener la máxima de mi acción como ley moral?, es decir, intentando universalizar el principio particular de mi acción, la respuesta a dicha formula no se reduce a un automático sí o no (que haría satisfactorio al razonamiento, y por ende, permitiría zanjar qué es lo que se debe o no en cada caso). Si quiero responderme a esa pregunta, debo juzgar primero aquello acerca de lo cual debo decidir. Y aquello acerca de lo cual debo decidir dependerá siempre de mis representaciones personales, de mis experiencias y expectativas, así como de los elementos de la situación misma. Y dado que mi juicio será subjetivo, el criterio que utilizaré para responder a la pregunta acerca de si debo universalizar o no mi máxima será también subjetivo. Mi universalización será siempre una proyección de mi representación del mundo, mis ideas acerca de lo que debe ser la vida, etc.

Por lo tanto, cualquier validez objetiva que se quiera para un asunto moral será siempre aparente. Dicha verdad, acerca del bien y el mal, o qué sea lo que se debe y qué no, no existe.

Por lo tanto, si hay un razonamiento posible, es sólo negativo. No puedo universalizar mis máximas, nunca, y por lo tanto, nada me autoriza a sostener mi verdad por sobre la del otro. La verdad moral se reduce al silencio.

Pero el silencio no debe conducir necesariamente al quietismo o la pasividad. En verdad, recordando que la vida humana, aquello que existe fuera de los libros de filosofía, nunca deja de ocurrir y el hombre nunca deja de hacer. El punto es el modo en que lleva a cabo ese hacer, si bajo la arrogancia de creer que se tiene la razón, imponiendo mis modos particulares de ver las cosas por sobre las de los demás, o siendo tolerante, comprensivo, pero también esceptico.
En el fondo, el modo en que debemos vivir es aquel que ya desde antiguo se ha sostenido, prudencia, moderación, sólo que en algún momento se comenzó a creer que estas máximas debían ser justificadas, justificación que no es posible.

Lo que pretende Habermas es también un razonamiento moral que parte de procedimiento mismo, sólo que en este caso sería dialógico. Pero aún en el intento de llegar a una verdad que sea el resultado de unas reglas metodológicas del acto comunicativo, y aún cuando se intente negociar o llegar a un consenso, lo que prevalecerá será que cada uno defiende lo que cree como verdad, y por lo tanto, se trata de una disputa en otros términos más formales. Importan aquí los caminos por los cuales se quiere llegar a la certeza moral, el modo en que ese diálogo se haya llevado a cabo, independientemente del contenido.

El punto de la discordia está en que cada uno cree que tiene la razón. Y nadie la tiene. El problema es el contenido del razonamiento moral.

sábado, agosto 16, 2008

Aves al Amanecer

Se irán los momentos
todos
volarán con las aves que viste partir hacia un atardecer a no regresar

Se irán
y en lo sucesivo no volverás tú mismo a recordarte
- tus propósitos olvidados
tus metas incumplidas -
porque en tu memoria te mentirás a tí mismo
sugún tu necesidad y tu circunstancia

y el pasado será una mueca y unos ojos vacíos
que ya no reflejan el fulgor que te cambió un amanecer.


[borrador escrito el 05 de diciembre del 2007]


Tómese como un mensaje desde el pasado que intento no olvidar...

lunes, agosto 04, 2008


Hace mucho tiempo que no escribía en este espacio. Y a decir verdad, no estaba dentro de mis más próximos propósitos. Ciertamente, no es una prioridad en estos días el escribir algo. Pero ayer, buscando imágenes en internet, me tope con la imagen sobre estas palabras, un cuadro de Chet Zar cuyo nombre no recuerdo. Más aún, la encontré en un viejo blog en el que hace ya tiempo dejé de publicar algo. Y fue como estar frente a un espejo en el pasado, en lo que ya no es. Hablo de una distancia de no más de dos años, pero que constituyen una etapa decisiva en mi experiencia, un giro en mi forma de experimentar las cosas.

A los veinticuatro años sentí que mis proyectos habían fracaso, o quizá más bien que había fracasado porque no tenía un proyecto. Sumido en mi porfiado enmimismamiento, me sentía como un nudo solo y encerrado sobre sí, hundido en una nada y en un absurdo. El mundo era gris, y la gran máquina devoraba a los hombres y me estaba comiendo a mí también. No era ni tenía nada, ni una sola certeza acerca del mundo, desconfiado, desgarrado y abierto. Esa imagen de Chet Zar significa el cinismo ante esa lucidez.

Así eran las cosas que escribía. Aunque a decir verdad, mi desgracia no era tanta, ni las circunstancias eran tan dramáticas. Mis desgarros, entiendo ahora, eran desvaríos en torno a mi ombligo...

Me es difícil definir en que modo he cambiado. Cuando menos mis contradicciones son otras, pues esa falta de certeza antigua ha sido transformada por una fe en el misterio, una fe que no es fervor hacia una doctrina o aún a una idea (y menos aún tiene que ver con una ritualidad ni con alguna representación concreta como objeto de fe). Es, más bien, reconocer que juzgaba las cosas desde determinados prismas, que aprehendía el mundo con ciertas categorías que no son más que una proyección de mí mismo. Dios no existe en la medida que es una representación de nuestra subjetividad. Dios, sobre todo bajo la forma de una inteligencia antropomorfa, que experimenta cólera y que tiene preferencias subjetivas (como estimar cierto tipo de conductas y repudiar otras), un ser castigador o generoso según el modo en que nos conduzcamos con él, no es más que la proyección de las carencias y expectativas humanas.
Pero hay un misterio en la existencia de las cosas. No sólo una ecuación final o una estructura fundante. La estructura de la celúla, del átomo, de los organismos, de los procesos de interacción entre ellos, de la vida humana, son todos niveles de realidad todos los cuales, sin embargo, ocurren simultáneamente, ahora. Y no deja de ser asombroso que partiendo de pequeñas vibraciones de energía que hacen posible a la materia, hayan subjetividades concientes del mismo fenómeno que las produce (aunque a esa subjetividad nunca le quedará muy claro el cómo ocurre eso).

Mi mortalidad ya no me atemoriza, al menos no el dejar de vivir. A decir verdad, no creo en la muerte, al menos no en su representación convencional. Estimo que mi persona, mi subjetividad, morirá, pero no estoy seguro de que eso signifique dejar de existir. Pero acerca de todo ello, lo que tengo no son más que imágenes, ninguna de las cuales alcanza a ser representación suficiente de la certeza incomprensible que habla desde las profundidades de mi corazón.

A fin de cuentas, acerca de eso no se puede hablar. Salvo que lo inefable es -existe - soy.

martes, mayo 20, 2008

i'm the cave !


Fuera de la Caverna

Recuerdo cuando estaba fuera de la caverna.

Allí, en el exterior, las cosas cambiaron – lo cual es decir que fueron distintas a cómo pensaba que serían. Fuera de casa y en medio de un paraje extraño, sin mis cosas y sin los míos, forastero del todo en una tierra ajena, y sin embargo, por primera vez, sintiéndome como si estuviera en casa.

Ya no era yo el que importaba, ni mis prioridades, ni mis ideas ni mis pobres miedos, ni tampoco mis apreciaciones acerca de las cosas. Las cosas estaban allí, desnudas, y así mismo estaba yo, aleatorio y perdido, arrojado y solo en medio de un breve fotograma suspendido en el tiempo. Existir no era un concepto ni el mundo era una definición filosófica. Sin ser nada importante ni el centro del mundo, una piedra más entre las piedras, una oruga en medio del follaje innumerable de los bosques, la marea de una tarde cualquiera, el silencio entre los cerros, y sus aves, sus años y sus huellas.

Sin ser nadie, sin ser yo, lo otro fue y no me sentí extraño. En la ausencia del sujeto, las cosas perdieron los nombres que en verdad nunca tuvieron, y todo fuera de mi experiencia fue inefable.

Y sin embargo, tenía sentido. Pues la luz del sol cayó sobre mis ojos y lo comprendí.

Estaba vivo y lo sabía, tanto como que también podría no haber estado allí. Pero estaba. Y la naturaleza, la vida, era consciente de sí misma, y mi voz provino de un lugar más profundo y más antiguo. Mis padres y hermanos hablaron a través de mis palabras y para enseñarme que yo no me pertenecía, me dijeron que la caverna era yo.


Que la caverna era yo.

Yo.


gnoscete ipsum

domingo, mayo 11, 2008

jueves, abril 10, 2008

Un Mensaje de Alex Grey



En http://www.alexgrey.com/ el sitio oficial de Alex Grey (artista gráfico que produjo imágenes que figuran para el disco Lateralus de Tool por ejemplo), figura la siguiente invitación al ingresar a ver sus imágenes.

"Cuando visité la catedral de Gaudí en Barcelona, La Sagrada Familia, había un cartel en el frontis, que invitaba a todos a contribuir a la construcción del edificio.

El cartel decía:
Nuestra Catedral sólo puede ser construida
a través de la Fe y la Caridad.
Sagrada Familia está siendo creada
solamente a través de donaciones de la gente.
No por alguna iglesia en particular.
No con el apoyo del gobierno.
Sino que por la gente.
Por individuos que están comprometidos con la construcción
de una bella estructura para la gloria de Dios".

Me conmueve sólo pensar lo que la fe puede hacer al espíritu.
Como lo que puede hacer la mente a una gota de agua.

jueves, abril 03, 2008

¿De qué sirve salir de la caverna si nadie te quiere recibir cuando vuelves a ella?

No quiero rendirme todavía.
Si se apaga la vela me muero.






S.O.S.

domingo, marzo 30, 2008

Hipnopedia




En Un Mundo Feliz, Aldous Huxley refiere a una técnica "hipotética" de modelamiento y control social: la hipnopedia. Todas las noches, mientras duermen, niños son bombardeados con informaciones que se repiten indefinidamente, mensajes que con los años ganan complejidad y que permiten esperar, una vez adultos, individuos dóciles, que aceptan sin mayor cuestionamiento normas que se dan ya a priori por verdaderas. Una técnica que permita el control de forma más sutil y sofisticada que el mero condicionamiento por estímulos ciegos y brutos. Que permita hacer pensar a los sujetos de una forma dada, predeterminando su conducta, controlando eficientemente a todo el cuerpo social.
Pero esta técnica es menos hipotética de lo que se cree, pues el principio es éste: inducir el pensamiento y la conducta sin que el sujeto se de cuenta de ello, sin que cobre conciencia de lo que se le está inculcando, sin percatarse de los valores a los cuales está siendo condicionada su conducta.
Y así, en el sueño de la teleserie, de los comerciales, del reality show, del noticiario repetitivo, de los dibujos animados, de la propaganda en la calle, del titular de los diarios, una extraña educación se impone sobre nosotros...

viernes, marzo 21, 2008

Caín & Abel

Revisando entre escritos pasados, he encontrado esto, una serie de tres poemas (lo cual no me hace poeta ni pretendo alardear de tal), un poco acerca de la violencia y el fratricidio (que en sentido estricto comprendo como la violencia contra cualquier otra persona). Se llama Caín & Abel, escrito el 2007. Nada más que agregar.


Caín.


Por vez primera
el hombre contra el hombre
alza su mano
y entre sus dedos hay una piedra.

¿Qué es una piedra?
¿Qué es un hombre?

El hombre no se lo pregunta
y esboza un gesto.
Traza un ángulo y una curva
y una figura se mueve a través del espacio vacío.
Es espacio vacío lo que media entre el hombre y el hombre.

La piedra cae sobre su propia frente.

El gesto no es el movimiento de una piedra arrojada en fratricidio.
Son palabras.
Y entonces decir y arrojar son lo mismo.

Decir que hubo dos hombres es igual a decir que era sólo uno.

Y entonces la piedra son palabras arrojadas sobre sí mismo
y trazan sobre su frente un ángulo y una curva que serán una marca.

¿Qué es un hombre?
¿Sobre qué hombre ha caído esta piedra?

Marca indeleble que es ocasión de pregunta sin respuesta
el gesto del hombre contra el hombre
como piedras sobre espejos
o letras sobre papel.

Como serpientes que se muerden a sí mismas.


* * *

Caín o Abel


Nunca hubo una piedra ni hubo el hombre.

Dios-Artífice se sueña a sí mismo alzando su violencia contra su hermano.
Se mira en sus ojos
y el reconocimiento de sí traza una herida en el otro que es él mismo.

Lo llamaba Abel.

Lo que emana de esa carne no es sangre porque eso es una palabra.

Dios-Artífice siente entonces algo muy distinto antes y después del gesto irreversible.
El después transcurre más angustioso y lento que el antes.

Cuatro extremidades se anudan a un cuerpo que yace inmóvil en el suelo.
En algún punto está la herida que mana algo aún tibio y rojo.

Se llama a sí mismo Caín,
y desde esa piedra en adelante
su nombre se asociara a lo culposo, odioso y marginal.

Dios-Artífice prefiere despertar.
Entre sus dedos guarda una piedra,
y algo aún tibio y rojo mana profuso por sobre sus ojos.
Tendido en el suelo, no recuerda su nombre y está solo.

Y Dios-Artífice no existe más que en la mente de un solo hombre.

Caín o Abel,
¿a quién pertenece este sueño?


* * *


Abel

Será Dios y no el hombre el que arroje la piedra sobre el hombre
para probar con una herida sobre mi frente
que Dios no existe.

Y más tarde, lo mismo será la piedra que el cuchillo o las palabras.

Caerá sobre sí mismo en ese espacio vacío que es el tiempo
y el después siempre será más angustioso y lento que el antes-de
porque la piedra no puede volver sobre sí misma
como el agua que se redime al volver a su fuente.


Y lo mismo será la sangre que las lágrimas o las palabras.

Como serpientes que se muerden a sí mismas
como ficciones desordenadas que narran mi muerte
como letras sobre papel
o piedras sobre espejos

merodeando la tierra entre los dedos de la cólera del que no se pregunta
por qué el hombre se vuelve contra el hombre
el gesto inconcluso repetirá su forma
hasta que la tierra vuelva a tragar mi nombre
y mi carne y la piedra y su herida y la pregunta se disuelvan en lo que no puedo decir.

Harold Budd & Robin Guthrie, "After the Night Falls", 2007.


Hace algunos días quise compartir la primera de dos partes de un proyecto (quiero usar la palabra sublime) realizado a través de Darla Records, por Robin Guthrie y Harold Budd, "Before the Day Breaks". Ahora es la oportunidad de su continuidad, su complemento, "After the Night Falls". Si en la primera parte se trataba de evocar el concepto del salir del sol, el renacimiento de la vida, la reanudación de los ciclos, aquí de lo que se trata es de su antípoda arquetípico, el crepúsculo y el morir del día. Vale notar, en ese sentido, el título del primer track del disco - literalmente, cuan distante tu corazón -, en contraste con el nombre del primer tema del disco anterior, cuán cerca tu corazón.
No será una pérdida el aventurarse en este par de placas, minimalistas e introspectivas, lo cual no necesariamente ha de evocar melancolía o tristeza, sino más bien - es la opinión de quien escribe -, conducirnos a un viaje interior, que llevado hasta el final, sólo puede mostrar luz.

Saludos y buenas vibraciones.

Aquí el disco (que si pueden comprar, mejor todavía).

http://www.mediafire.com/?b2dm0lyvyyn