La verdad, como esa representación objetiva y final de las cosas, la comprensión totalizante de lo que es y cómo es, no existe. Desde luego, quizá nadie busque ese nivel de certeza, pero si representa el ideal inherente al concepto mismo de verdad, tal como lo hemos comprendido en general en occidente. Sólo a partir de las últimas décadas del siglo XX se ha dado lugar a la noción de que en verdad la máxima verdad a ser encontrada es la que pueda ser lograda por el diálogo. Pero esta comprensión analítica de la verdad conduce, desde un punto de vista moral, a un callejón sin salida.
Wittgenstein tenia azón al plantear que la pregunta moral es una pregunta por el sentido de la vida. Pues la moral necesita partir de la certeza.
Verdad es un concepto que crea nuestra subjetividad para poder constatar sus representaciones. Pues lo que finalmente necesito no es que un determinado objeto tenga o no ciertas características formales, sino que sencillamente experimentar certeza, tener la sensación de certidumbre. En otras palabras, la verdad es un estado psicológico, que para cada uno se produce a partir de sus distintas experiencias.
Nuestro punto no es una teoría de la verdad. Se trata de señalar, sencillamente, que lo que se exige como verdad objetiva y final no es jamás posible.
Quiza se pueda en..., pero (asuntos de sentido)... no se puede. No es posible decir que sea la realidad. Que es el hombre. Cual es el sentido que debe dar a su existencia.
Y por lo tanto, decir "verdad" es un acto de violencia. Es un acto de poder. Soy un acto de poder al decir esto.
El silencio. No decir.
El gran error de occidente ha sido medir al conocimiento y a la moral con la misma vara. El conocimiento precisa de una validación objetiva de sus conceptos, lo cual exige que la descripción de lo que es ha de hacerse desde criterios externos a nuestra subjetividad concreta.
Pero al experiencia moral (que no se reduce a las ideas y que por ende no puede ser abordada exclusivamente desde tal ámbito), es ante todo, una experiencia subjetiva. Y por lo tanto, cuando esa subjetividad se pregunta por el sentido de la vida, no puede más que ofrecer respuestas cuya única justificación posible es su propia experiencia. Desde luego, se puede intentar ofrecer como respuesta a aquellas verdades que se hayan logrado en el campo del conocimiento, pero siendo el entendimiendo personal tan siempre limitado y contingente, la reconstrucción que se haga a partir de su compilación personal de verdades particulares será siempre subjetiva y personal. Desde luego, en éste ámbito, quien insista en las verdades de su especialidad, seguirá creyendo que las verdades objetivas del ámbito del conocimiento pueden trasladarse al plano moral.
La experiencia moral es siempre subjetiva, y por lo tanto, dicha variable no puede ser eliminada de la ecuación. El error de Kant es usar los criterios de una razón universal y trascendente a razonamientos que tienen que ver nuestra forma concreta de experimentar nuestra existencia. Las preguntas por el bien y el mal son preguntas que quieren saber qué debo hacer en mis decisiones, qué acciones debo valorar, qué elecciones serán las que deba preferir.
Desde luego, dirá un kantiano, la pregunta no es por el qué, sino que por el cómo. Se trata, a fin de cuentas, de un razonamiento, por lo cual la conclusión correcta será aquella que respete la estructura formal de la operación. Y el cómo se reduce al imperativo categórico, juzgar de manera universal.
De por sí, ello despoja al razonamiento de todo contenido particular. Pero es el contenido particular el que da sentido a la respuesta. De lo que se trata, a fin de cuentas, es de que lo que yo haga me proporcione la certeza de que dicha acción era correcta (experiencia psicológica de la verdad que en este caso Kant hace depender de un razonamiento), lo cual siempre será una experiencia personal.
Si aplico la fórmula: ¿estaría yo dispuesto a sostener la máxima de mi acción como ley moral?, es decir, intentando universalizar el principio particular de mi acción, la respuesta a dicha formula no se reduce a un automático sí o no (que haría satisfactorio al razonamiento, y por ende, permitiría zanjar qué es lo que se debe o no en cada caso). Si quiero responderme a esa pregunta, debo juzgar primero aquello acerca de lo cual debo decidir. Y aquello acerca de lo cual debo decidir dependerá siempre de mis representaciones personales, de mis experiencias y expectativas, así como de los elementos de la situación misma. Y dado que mi juicio será subjetivo, el criterio que utilizaré para responder a la pregunta acerca de si debo universalizar o no mi máxima será también subjetivo. Mi universalización será siempre una proyección de mi representación del mundo, mis ideas acerca de lo que debe ser la vida, etc.
Por lo tanto, cualquier validez objetiva que se quiera para un asunto moral será siempre aparente. Dicha verdad, acerca del bien y el mal, o qué sea lo que se debe y qué no, no existe.
Por lo tanto, si hay un razonamiento posible, es sólo negativo. No puedo universalizar mis máximas, nunca, y por lo tanto, nada me autoriza a sostener mi verdad por sobre la del otro. La verdad moral se reduce al silencio.
Pero el silencio no debe conducir necesariamente al quietismo o la pasividad. En verdad, recordando que la vida humana, aquello que existe fuera de los libros de filosofía, nunca deja de ocurrir y el hombre nunca deja de hacer. El punto es el modo en que lleva a cabo ese hacer, si bajo la arrogancia de creer que se tiene la razón, imponiendo mis modos particulares de ver las cosas por sobre las de los demás, o siendo tolerante, comprensivo, pero también esceptico.
En el fondo, el modo en que debemos vivir es aquel que ya desde antiguo se ha sostenido, prudencia, moderación, sólo que en algún momento se comenzó a creer que estas máximas debían ser justificadas, justificación que no es posible.
Lo que pretende Habermas es también un razonamiento moral que parte de procedimiento mismo, sólo que en este caso sería dialógico. Pero aún en el intento de llegar a una verdad que sea el resultado de unas reglas metodológicas del acto comunicativo, y aún cuando se intente negociar o llegar a un consenso, lo que prevalecerá será que cada uno defiende lo que cree como verdad, y por lo tanto, se trata de una disputa en otros términos más formales. Importan aquí los caminos por los cuales se quiere llegar a la certeza moral, el modo en que ese diálogo se haya llevado a cabo, independientemente del contenido.
El punto de la discordia está en que cada uno cree que tiene la razón. Y nadie la tiene. El problema es el contenido del razonamiento moral.
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